jueves, 20 de diciembre de 2012

ABUSOS DE LOS POLÍTICOS


La administración pública española cuenta con más políticos por habitante que ningún otro país de Europa.  Hay un estudio que, según las malas lenguas fue elaborado por tres asesores de la Presidencia del Gobierno, según el cual son  445.568 los políticos que, de una manera u otra, viven  espléndidamente bien a costa de nuestro presupuesto público. Según ese mismo estudio,  tenemos 300.000 políticos más que Alemania, algo inconcebible ya que Alemania nos dobla en población. Superamos también en número a los políticos de  Italia y Francia, y eso que Francia se caracteriza por una administración pública muy sobredimensionada.

Con el estrepitoso fracaso de la burbuja inmobiliaria y, por tanto, sin los estupendos ingresos proporcionados por permisos de obra,  por calificaciones de terrenos y por otros muchos capítulos, nos resulta extraordinariamente difícil mantener a tanto político. Y a ese abultado número de políticos tenemos que añadir sus asesores y alguno de sus familiares y amigos que también viven a nuestra costa. Para eso están precisamente las empresas públicas, las fundaciones, las agencias y todo tipo de observatorios, para colocar  a dedo a toda esa tropa de adeptos, allegados y demás colegas.

Nuestra administración  ha crecido desmesuradamente, sobre todo a nivel autonómico y municipal. Y todo para que ningún político se quede sin su correspondiente cargo, sea éste electo o contratado. Es escalofriante la cifra de cargos electos, que suma en total 73.515 políticos. A los 350 diputados del  Congreso, hay que añadir los 266 senadores y los 1.218 diputados autonómicos que sobran evidentemente. Tenemos también 68.462 entre alcaldes y concejales, 1.810 consejeros comarcales y 1.409 diputados provinciales y consejeros insulares.

jueves, 13 de diciembre de 2012

VI.- CATALUÑA EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA


Los nacionalismos surgieron evidentemente a la sombra del Romanticismo, y no tardaron mucho en extenderse por algunas regiones de España.  Lo que un principio no era más que un movimiento impreciso, cobró nueva fuerza y se consolido definitivamente con la restauración de la monarquía. Con la decisión del general Martínez Campos de poner fin a la Primera República proclamando a Alfonso XIII como rey de España el 31 de diciembre de 1874, los movimientos  de carácter nacionalista cobraron mucha más fuerza. Fue una especie de reacción contra la uniformidad y el centralismo que trataría de imponer  nuevamente la monarquía.

El nacionalismo catalán, es cierto, dio un paso más, pero sin llegar nunca al separatismo propugnado hoy día por Esquerra Republicana de Cataluña (ERC) y, últimamente, por Convergencia i Unió. Esquerra Republicana fue fundada en 1931, pocos días antes de la proclamación de la Segunda República, y de aquella era simplemente un partido federalista. Buena prueba de ello es que el 14 de abril de 1931, el mismo día que Madrid, Francesc Macià proclamó la República Catalana, pero dentro de una federación de pueblos hispanos y no como país independiente.

Con la aprobación de la Constitución republicana, se permitió a las regiones la posibilidad de declararse autónomas. Los catalanes lo hicieron. El Estatuto de la nueva autonomía se aprobó en  1932, instaurándose  legalmente un Gobierno y un  Parlamento autónomos en Cataluña. El primer presidente de la Generalidad fue Francesc Maciâ y, cuando éste murió en diciembre de 1933, ocupó el cargo Lluís Companys.

En 1934 entran en el Gobierno, que seguía presidiendo Alejandro Lerroux, tres ministros de la CEDA, que era la coalición ganadora de las elecciones de 1933. Este hecho fue utilizado, sobre todo, por los socialistas para convocar en toda España la huelga general revolucionaria de 1934.  En vista del éxito que la Revolución de 1934 tuvo en Asturias, Lluís Companys se levanta contra el Gobierno y  proclama el Estado Catalán, dentro, eso sí,  de la “República Federal Española”, conculcando gravemente la legalidad republicana.

A Companys, sin embargo, le dio la espalda el movimiento obrero. Solamente pudo contar con el apoyo armado de los Mozos de Escuadra y de los milicianos de su propio partido. Al contar con tan escaso número de fuerzas revolucionarias, el levantamiento fue aplastado fácilmente por el general Domingo Batet.  Companys fue detenido y encarcelado y las instituciones autónomas catalanas suspendidas. El Gobierno español nombró un ejecutivo provisional compuesto principalmente por miembros de la Lliga Catalana y de los radicales de Alejandro Lerroux. Pero en las elecciones de 1936, el Frente Popular se hace con el Gobierno. Como era de esperar, amnistiaron a los participantes en la tentativa revolucionaria de 1934 y colocaron nuevamente a Lluís Companys al frente del Gobierno Catalán.

El  caos revolucionario se fue adueñando de la sociedad. La crispación política y social dio paso a un clima de violencia callejera tan extremadamente cruel que, como era de esperar, hizo inevitable la Guerra Civil española. El asesinato de José Calvo Sotelo fue el detonante que concitó a un buen número de militares a levantarse contra la actuación suicida del Frente Popular. Así evitaron el golpe de Estado que estaba preparando Francisco Largo Caballero para instaurar plenamente la dictadura del proletariado.

El alzamiento militar en Barcelona fue liderado por el general Manuel Goded. Tiene que enfrentarse a la Guardia de Asalto, a los Mozos de Escuadra y a los militantes  de los sindicatos y de los partidos de izquierda que disponían ya de suficientes armas. Pero al general Goded le falló la Guardia Civil que, a última hora,  decidió mantenerse fiel al Frente Popular. Este hecho fue determinante para el estrepitoso fracaso de la tentativa militar en toda Cataluña. A partir de entonces, esta región quedaría teóricamente bajo la autoridad del gobierno republicano, aunque el poder real estaba en manos de las milicias populares.

El levantamiento frustrado del general Manuel Goded desató toda una oleada de represión indiscriminada en Cataluña contra los sospechosos de sintonizar con los sublevados. Los milicianos montaron una cacería feroz contra los simpatizantes  de la Lliga Catalana y contra los religiosos consagrados. En esa lista entraban también los militares sospechosos, los terratenientes y los industriales. Y esa lista se iba ampliando infamemente a medida que arreciaba la contienda en toda España. Los enemigos a abatir ya no eran solo los políticos de la derecha, lo eran también sus votantes;  a las listas de sacerdotes y religiosos católicos, agregaban ahora a los que eran sospechosos de asistir regularmente a misa.

Los ánimos entre los milicianos catalanes llegaron a estar tan exaltados que, en mayo de 1937, terminaron por enfrentarse a tiros entre ellos mismos. Se formaron dos grupos antagónicos perfectamente diferenciados: los anarquistas de la CNT-FAI y los del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), dominado ampliamente por los trotskistas. Tanto los del POUM como los de la CNT-FAI eran ante todo partidarios de la revolución social, mientras que  los integrantes del gobierno republicano, como ERC, el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), la UGT y algún otro grupo minoritario, daban preferencia a la guerra.

El conflicto entre ambos grupos estalló violentamente en  mayo de 1937, al intentar la Generalidad hacerse con el edificio de la Telefónica. La ocupación de Telefónica, en realidad, no fue nada más que una provocación, o una disculpa para acabar con  los trotskistas del POUM, porque resultaban tremendamente incómodos para el dominio hegemónico del PCE y el PSUC, que seguían  ciegamente los dictados soviéticos. Esto, sin olvidar que los trotskistas del POUM estaban enemistados con Moscú, y podían comprometer seriamente las relaciones de la República con su proveedor de armas.

Con absoluta independencia de esta lucha por el poder entre distintas facciones de republicanos catalanes, la presión revolucionaria desatada en Cataluña generó un clima de inseguridad, que escapaba al control de los Gobiernos de Madrid y de la Generalidad. No es, pues, de extrañar que, ante tan peligrosa situación, huyera un buen número de catalanes a Francia, regresando muchos de ellos a la península por la llamada zona nacional para alistarse en distintos cuerpos del ejército mandado por Franco.

Se formó incluso un Tercio de Requetés, formado exclusivamente por voluntarios catalanes evadidos de la zona controlada por el Frente Popular.  Tercio de Requetés que recibe el nombre de Tercio de Nuestra Señora de Montserrat e instala su cuartel general en la ciudad de Zaragoza. El primer mando de este Tercio fue el alférez provisional Pedro Gallart Folch. Aún antes de completar su armamento, la primera sección del Tercio se dirige  a Mediana de Aragón en tareas de vigilancia. Su bautismo de fuego se produce el 23 de marzo de 1937 donde dan muestras de un inusitado valor.

El Tercio de Nuestra Señora de Montserrat interviene activamente en varios frentes, en Extremadura y en la decisiva batalla del Ebro. Y si en todos ellos dio un ejemplo admirable al resto de las unidades, fue en el municipio zaragozano de Codo donde más brillo por su arrojo y valor, defendiendo la  posición ante los ataques de una masa del ejército enemigo muy superior en número y en medios logísticos. Por semejante gesta, Franco les concedió el 12 de noviembre de 1943 a este Tercio la Cruz Laureada de San Fernando Colectiva.

En la aplastante victoria en la batalla del Ebro, la actuación del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat fue extraordinariamente concluyente. Dando muestras de una acometividad asombrosa y un valor encomiable, se lanzaron al asalto de las posiciones enemigas sin que nadie pudiera detenerlos. Y fue el 4 de noviembre de 1938, cuando los requetés  del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, una vez liberada la población de Pinell de Bray, tienen el honor de ser los primeros en atravesar el Ebro. Unos meses más tarde, en julio de 1939 reciben en Barcelona un homenaje público de toda Cataluña.

Tras la trabajada victoria en la batalla del Ebro, y la rotura  en dos del frente republicano con la ocupación de Vinaroz, Cataluña quedaba definitivamente aislada de los territorios controlados aún por la República y a merced de las tropas de Franco. A mediados de enero de 1939 entran en Tarragona, lo que supone el hundimiento total de los efectivos del Frente Popular que, en desbandada huye a Francia. Las fuerzas comandadas  por Franco ocupan ya, sin resistencia, las demás provincias catalanas. La entrada en Barcelona fue apoteósica, siendo ovacionadas entusiásticamente las tropas ya que, por fin, se veían libres del terror impuesto en julio de 1936 por las milicias del Frente Popular.

Queda meridianamente claro que ni los partidarios que se decantaron por Franco, ni los que apostaron claramente por las tesis impuestas desde la izquierda más montaraz, jamás lucharon por la independencia de Cataluña. Ambas fuerzas lucharon denodadamente por España, unos por la España nacional, la España de la libertad y los valores morales, y otros lo hicieron por la España republicana, la España revolucionaria y popular. El  mismo Lluís Companys no era separatista. Defendía celosamente, eso si, sus atribuciones y competencias, pero siempre formando parte de la República Española. El sueño independentista nace mucho más tarde, practica y curiosamente a partir de la transición democrática.

Gijón, 19 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

jueves, 6 de diciembre de 2012

LAS PRERROGATIVAS DE LOS POLÍTICOS


 Usando la terminología del materialismo histórico popularizada por el marxismo, podemos decir que, en Occidente,  bajo el yugo del Imperio Romano, se fue sustituyendo poco a poco el esclavismo por un feudalismo que, aunque algo más humano, consagraba jurídicamente la desigualdad entre los ciudadanos. Y este régimen feudal se mantuvo intacto en España durante varios siglos. Fueron las Cortes de Cádiz las que dieron el primer paso, en 1811, para abolir los injustos dictados de vasallo y vasallaje. Colaboraron positivamente en la supresión del feudalismo, la revolución industrial que llegó por fin a España y la revolución burguesa.

Los últimos vestigios del feudalismo desaparecieron, al menos aparentemente, con la configuración del Estado liberal durante el reinado de Isabel II. Y hoy día, el artículo 14 de nuestra Constitución quiere corroborar esa igualdad absoluta de todos los ciudadanos con estas palabras: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Será verdad que todos somos iguales ante la ley, pero unos más iguales que otros porque la casta política ha terminado por situarse más allá del bien y del mal. Aunque entre nuestros políticos predomina ampliamente la mediocridad, han sabido instalarse en el privilegio y en el favoritismo más descarado. Funcionan como en un sistema feudal y, con la excepción del período de elecciones, tratan al resto de ciudadanos como si fueran auténticos plebeyos. Ya se han encargado ellos de redactar su propio régimen jurídico y laboral, que les reporta unas prerrogativas excesivas y unos beneficios extraordinarios, que no están al alcance de los demás mortales.

Muchos de esos privilegios, a los que se aferran de manera escandalosa,  quiebran inevitablemente el principio de igualdad consagrado por la Constitución. Hasta se pasan unos cuantos pueblos con la inviolabilidad, la inmunidad y el fuero especial reconocido por nuestra Carta Magna. Estas prerrogativas surgieron para proteger la necesaria independencia de los parlamentarios en tiempos de las monarquías absolutistas y no tenían la consideración de privilegios. Se trataba simplemente de garantizar el funcionamiento libre e independiente de las cámaras parlamentarias y hoy ese problema no existe. Aquí en España se va aún más lejos, y se extiende la inmunidad parlamentaria hasta para los delitos de corrupción.

A parte de estas tradicionales y hoy innecesarias prerrogativas, la casta política no ha hecho más  que procurarse egoístamente el mayor número posible de privilegios. Y como lleva más de 30 años acaparando gangas y beneficios, sus ventajas sobre los demás ciudadanos son escandalosamente insultantes y astronómicas. Para la casta política no hay crisis económica que valga, ya que están por encima de cualquier contingencia económica. Las privaciones, las  estrecheces no van con ellos. Eso queda para los currantes, para los ciudadanos de a pié.

La lista detallada de las diferencias de trato entre un político y un ciudadano corriente, sería interminable. Por eso vamos a repasar las más lacerantes y que más desmoralización producen entre las gentes normales. Cuando los diputados electos llegan al Congreso después de una elecciones, con el correspondiente acta que acredita su nombramiento, reciben un  móvil última generación, un Ipad último grito y la conexión, desde su domicilio, a una línea de ADSL Y todo ello sin coste alguno.

Mientras que los currantes están obligados a tributar por el total de sus ingresos, los políticos que se sientan en el Congreso y el Senado solamente lo hacen por los dos tercios de su salario y al insultante tipo del 4,5%. El otro tercio restante no está sujeto al IRPF porque se supone que es una especie de indemnización para cubrir los gastos que origina el cargo institucional.  Pasa lo mismo con los años de cotización que precisan unos y otros para alcanzar la pensión máxima. Mientras que los trabajadores necesitan cotizar durante  35 largos años para conseguir una jubilación de 32.000 euros anuales, a sus señorías les basta con  dos legislaturas en el cargo o siete años de cotización y los primeros espadas alcanzarán los 74.000 euros anuales de pensión. Hay además otros agravantes: las pensiones de los políticos son perfectamente compatibles con otros sueldos de la administración o con cualquier otra actividad económica.

Otra ventaja considerable de estos parlamentarios es el sueldo. El salario medio de un trabajador en España es de 22.511 euros, algo más de 1.800 euros mensuales. Los diputados,  por ejemplo, tienen un sueldo base  de 2.813,87 euros. Pero a esta cantidad hay que sumar toda una serie de ayudas y los más variados e inimaginables complementos, de modo que su salario aumenta considerablemente, acercándose en muchos casos a los 10.000 euros mensuales. Guarda relación, eso sí, según que participe en más  o en menos ponencias y comisiones, y que ejerza o no de portavoz de alguna de ellas. De todos modos, son muy pocos los diputados que se quedan por debajo de los 5.000 euros mensuales.

Uno de esos complementos, que incrementan el sueldo de los diputados, corresponde a los gastos de alojamiento y manutención. Todos los  diputados de circunscripciones distintas  a la de Madrid reciben 1.823,86 euros, para ayudarles a pagar los gastos de manutención y de hotel o alquiler de vivienda en la capital. Los parlamentarios electos por Madrid perciben exactamente por el mismo concepto 870,56 euros. Estas cantidades están, además,  exentas de tributación a la hacienda pública. Y aún hay más: cada vez que los parlamentarios viajan oficialmente al extranjero cobran una dieta de 150 euros diarios y 120 euros si es por España.

No es esto todo. A pesar de las elevadas dietas que cobran para gastos  de alojamiento y manutención, sus señorías pueden utilizar ventajosamente, si así les place, los servicios de restaurante que funcionan con toda normalidad en el Senado, en el Congreso de los Diputados y en la Asamblea de Madrid. Los políticos pueden utilizar estos servicios por un precio módico y ridículo, aproximadamente una tercera parte  de lo que pagan, por el menú más barato, aquellos trabajadores que tienen que mantenerse  por su cuenta. Los de la casta privilegiada, que utilicen esos servicios de restaurante,  pagarán 3,55 euros por una comida normal con dos platos, el postre, la bebida y el café. Los mismos escolares madrileños tienen que pagar 25 céntimos más, y eso que solamente se trata de utilizar el comedor y servirse del microondas para calentar la comida que llevan de su casa.

En el Congreso están a la orden del día las comisiones que llaman de trabajo, a las que están adscritos 29 presidentes, 55 vicepresidentes, 56 secretarios, 217 portavoces y 148 portavoces adjuntos y sustitutos. Y todos ellos, claro está, reciben gastos de representación, que oscilan, según el cargo, entre los 697,65 euros y 1.431,31 euros. En el caso del presidente del Congreso, esa cantidad se eleva hasta los 3.327,89 euros. También existe un complemento mensual por gastos de libre disposición que cobra el presidente del Congreso, el vicepresidente, los secretarios y los portavoces. El importe de esta ayuda va de los 600 euros a los 2.728 euros para el presidente.

Además de no pagar ningún medio de transporte, los parlamentarios foráneos que utilicen su propio vehículo  para ir a Madrid, cobran un kilometraje de 0,25 euros por kilómetro. Y a los que no disponen de coche oficial, se les facilita  una tarjeta personalizada, con un límite anual de 3.000 euros que utilizan profusamente para abonar el servicio de taxi en Madrid.  Cuentan además con un plan de pensiones con cargo a la Cámara legislativa, con lo que van a completar  su pensión el día que se jubilen.

Las ventajas de los parlamentarios no terminan aquí. Disfrutan en exclusiva de otros muchos beneficios que no tienen los demás mortales, por ejemplo la indemnización por cese en el cargo, sea este institucional o representativo. Así que, cuando dejen el cargo, percibirán una indemnización equivalente a una mensualidad de su asignación salarial por  cada año de mandato parlamentario en las Cortes Generales hasta un máximo de 24 mensualidades. Otro tanto ocurre con los ministros. Cuando estos cesan en su cargo, cobrarán una indemnización del 80% de su salario durante dos años, perfectamente compatible con la remuneración de cualquier otro cargo público. Disfrutan también de esta Ganga los ex secretarios de Estado. Ahí están para demostrarlo Diego López Garrido e Inmaculada Gómez Piñero.

Pero aún hay más cosas. Mientras no se trate de una votación, no se controla el absentismo de los parlamentarios. Y de hecho, estamos cansados de ver, con demasiada frecuencia, distintas tomas de la televisión mostrándonos cantidad de asientos vacíos. Este comportamiento es impensable en un trabajador normal, porque correría el riesgo de ser despedido inmediatamente.

Pasa otro tanto con los negocios. No son muchos los diputados que se dedican exclusivamente a su labor política. La mayoría de ellos procura engordar sus cuentas corrientes participando asiduamente en empresas privadas o en fundaciones y también, como no, colaborando con algún medio de comunicación.

Así las cosas, no es de extrañar que sean muchos los que quieren dedicarse a la política. Se da, además, la circunstancia de que para político vale cualquiera, ya que no hay que hacer oposiciones como para cualquier otro trabajo. Tienen un inconveniente, eso sí, y es que suelen manchárseles frecuentemente las manos. Es por esto por lo que el Premio Nobel de literatura irlandés, Bernard Shaw,  se guaseó de ellos con una frase que se ha hecho célebre: “Los políticos y los pañales se han de cambiar a menudo y por los mismos motivos”.

Gijón, 23 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

jueves, 29 de noviembre de 2012

V.- PRIMERAS MANIFESTACIONES DEL NACIONALISMO CATALÁN


        A finales del siglo XVIII aparece en  Alemania y en el Reino Unido una nueva manera de enfocar la vida un tanto revolucionaria. Se rompe sin más con la tradición clasicista que ahogaba inexorablemente la libertad creadora con reglas estereotipadas y absurdas. Se trata evidentemente del Romanticismo. Este movimiento cultural y político propició la aparición de tendencias muy distintas de un país a otro, e incluso de una región a otra, dentro de una misma nación. Y en España, aunque con cierto retraso, también se produjo esa afirmación cultural que  subrayaba intencionadamente las diferencias históricas, e incluso lingüísticas, de cada una de sus regiones.

Este movimiento cultural, cómo no,  prendió también con fuerza en Cataluña a partir del segundo tercio del siglo XIX, y recibe el nombre de  Renaixença. La Renaixença se consolidó en torno a la burguesía culta que comenzó a interesarse por el pasado propio y a querer recuperar el catalán. Hasta entonces, la lengua catalana se utilizaba casi exclusivamente en manifestaciones de carácter popular, ya que la burguesía escribía siempre en castellano, aunque se tratara de temas catalanes. Al igual que en el romanticismo europeo, en la Renaixença se daba mucha importancia a los sentimientos patrios y a los temas históricos.

La Renaixença termina por reestructurarse definitivamente como fuerza política en los estertores del siglo XIX. Culmina así todo un proceso de afirmación catalana, iniciado en la década de 1830, con la puesta en marcha de una confederación estrictamente catalanista, la Unió Catalanista. Los intelectuales adscritos a esta corriente eran profundamente tradicionalistas y antiliberales, y abominaban del sufragio universal. Lo suyo era el sufragio corporativo.

En vista de que la mayoría de este grupo era tremendamente reacia a participar  en la vida política, Enric Prat de la Riba decide crear, en 1901, su propio partido: la Liga Regionalista. Este partido recogía fielmente las diversas demandas que planteaba la burguesía industrial catalana. La labor incansable de Prat de la Riba al frente de La Liga Regionalista cristalizó, por fin, en abril de 1914, en la Mancomunidad de Cataluña, que integraba en un único instrumento de autogobierno a las cuatro diputaciones provinciales catalanas.

Este tipo de mancomunidades, además de no poseer recursos propios,  carecían también de capacidad legislativa. De ahí que Francesc Cambó, cuando ocupó la presidencia de la Liga Regionalista en 1917, para dotar a la Mancomunidad de Cataluña de esa capacidad, impulsó la redacción  de un Proyecto de estatuto para Cataluña. Este Proyecto de estatuto fue apoyado por el Partido Catalán Republicano y por personajes tan diversos como Alejandro Lerroux y Francesc Macià.

Estamos pues ante el conocido fenómeno de los regionalismos, nacidos de aquel Romanticismo del siglo XIX que derivó en Cataluña en un nacionalismo fuerte y arraigado. En el desarrollo de semejante proceso, dedicado principalmente a exaltar todo tipo de sentimientos,  influyó decisivamente el enriquecimiento rápido de Cataluña y, como no, el Desastre de 1898. Pero de momento, ni rastros del separatismo que acucia hoy a la sociedad catalana. Más aún, la burguesía catalana se mostraba entonces tremendamente españolista, buscando así dar salida a las mercancías producidas por sus industrias. Su desarrollo cultural y la marcha boyante de su economía eran motivos más que suficientes para que, en vez de aspirar a iniciar su propio viaje en solitario, buscaran intencionadamente pilotar la marcha de España, sin perder, eso sí, su propia identidad.

Tampoco hay atisbo alguno de separatismo en los graves acontecimientos de la llamada Semana  Trágica. Entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909 se produce en Barcelona y en otras ciudades de Cataluña el levantamiento popular que dio lugar a esa Semana Trágica. . No se echaron a la calle para exigir la independencia, ni siquiera para reclamar más autogobierno catalán. Protestaban simplemente contra la guerra rifeña y por la manera infame de reclutar efectivos para defender, a toda costa, la presencia española en el norte de África. Es la conclusión a la que se puede llegar después de examinar detalladamente los sucesos revolucionarios de esa Semana.

El Desastre de 1898, que supuso la pérdida de todas nuestras colonias de ultramar, fue un tremendo mazazo moral que convulsionó a todo el pueblo español. Para resarcirse de tan cruel varapalo, España trataba de aumentar su influencia en la zona norte de África, logrando en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906 la administración de la parte más septentrional de Marruecos, que incluye las regiones  del Rif y de Yebala. Todos estos territorios, administrados por España, reciben el nombre de Marruecos español.

El 9 de julio de 1909, los obreros españoles que trabajan en las minas del Rif y en la construcción de un ferrocarril, que partía de la ciudad española de Melilla, fueron atacados por sorpresa por los cabileños del protectorado administrado por España. Cuatro obreros murieron en ese ataque. Para cortar por lo sano esa inesperada rebelión rifeña, Antonio Maura decide enviar a Marruecos varias unidades militares, entre las que se incluían a varios cupos de reservistas. La inclusión de reservistas entre las tropas enviadas a marruecos, en un momento tan conflictivo, desató toda esa revuelta revolucionaria.

También hubo incidentes comprometidos en Madrid, en Zaragoza y en Tudela por los mismos motivos, pero no de la envergadura que alcanzaron en Barcelona. En la Semana Trágica de Barcelona, que va del 26 de julio al 2 de agosto,  se dan cita toda una serie de circunstancias, todas ellas lamentables, que desembocan en esa terrible insurrección. Por un lado la enorme desilusión de la sociedad española, al darse cuenta que se había perdido definitivamente nuestro papel hegemónico en el mundo. No quedaba ya nada del famoso imperio español, ni de su poderío económico e incluso ideológico.

Por otro lado, los obreros españoles habían adquirido ya cierta conciencia sindical, de modo que, en todas las zonas industriales y principalmente en Barcelona, eran ya operativos los movimientos obreros. En Barcelona concretamente funcionaba  Solidaridad Obrera, integrada por socialistas, anarquistas y republicanos, que trataban de hacer sombra a Solidaridad Catalana por su manifiesto acercamiento al Partido Conservador de Maura.

Se daba, además, la circunstancia de un enorme descontento y crispación social entre las clases más humildes por la manera en que se producían los reclutamientos de tropas. Según la legislación vigente de aquella época, los ricos podían eludir su incorporación a filas pagando a otra persona para que le sustituyera, o simplemente abonando un canon de 6.000 reales, cantidad que no estaba al alcance del pueblo llano. De este modo eludían, en esta ocasión, la movilización para participar en el conflicto originado en Marruecos.

A partir de la publicación del decreto de movilización, comenzaron las protestas contra la guerra. En un principio, esta revuelta militarista era pacífica y trataba sencillamente de impedir el embarque de los soldados reservistas. Los reservistas, que ya habían cumplido anteriormente el servicio militar, eran ahora trabajadores, y muchos de ellos padres de familia. Pero al no poder pagar los 6.000 reales, se les obligaba a incorporarse a filas para ir a Marruecos a luchar contra los moros, dejando abandonada a su familia.

Esta circunstancia fue aprovechada por los agitadores y activistas profesionales, entre los que encontramos a los anarquistas y a los socialistas,  para preparar un monumental alboroto. Este alboroto tumultuoso se transformó, de manera muy rápida, en una huelga general extremadamente violenta. Se inició ésta en los barrios periféricos de Barcelona, que es donde se encontraba el grueso de las fábricas. La tensión estalló definitivamente el 18 de julio, al grito de  “¡Abajo la guerra! ¡Que vayan los ricos!” cuando se procedía al embarque de las tropas en el vapor Cataluña.

El afán revolucionario de los socialistas y los anarquistas los llevó a forzar al límite la situación, logrando transformar la huelga general en unos disturbios extremadamente violentos contra las instituciones religiosas. El balance final de esta revuelta revolucionaria fue terrible. Solamente en Barcelona hubo 78 muertos, más de medio millar de heridos. Se quemaron 33 escuelas religiosas, 52 conventos, varias iglesias parroquiales, bibliotecas y cantidad de obras de arte. También se profanaron algunos cementerios de religiosas, sacando a algunos de sus cadáveres momificados a la calle.

Barcelona se llenó de barricadas. Actuaban al unísono anarquistas, socialistas, republicanos y también masones. Todos ellos compartían el odio visceral a la Iglesia, propugnaban los cementerios civiles,  la enseñanza laica y los matrimonios civiles. Y su propaganda anticlerical, malévolamente difundida, prendió con fuerza en los barrios obreros de Barcelona. La insurrección se extendió rápidamente  a otras localidades catalanas, donde se produjeron  todo tipo de disturbios. Quisieron exportar esta  revolución a toda España, pero fracasaron rotundamente en el intento.

La situación llegó a ser muy complicada en Cataluña, pero a ninguno de estos grupos se le ocurrió identificarse con Cataluña. El enemigo al que se enfrentaban era la Iglesia y sus instituciones, pero nunca España. El nacionalismo catalán, nacido del romanticismo del siglo XIX, buscaba exclusivamente beneficios particulares. A nadie se le ocurría entonces hablar de independencia. Para que esto suceda, tiene que pasar aún mucho más tiempo.

Gijón 2 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

jueves, 22 de noviembre de 2012

PROBLEMAS CON LA ENSEÑANZA EN CATALUÑA


Con el derrocamiento de Isabel II en 1868 se abre en España un período político sumamente inestable, y en un corto espacio de tiempo nos encontramos con sucesos tan diversos como el reinado de Amadeo I de Saboya y la proclamación de la Primera República Española. Tratando de poner freno a tanto desaguisado político, el general Arsenio Martínez Campos proclama rey de España a Alfonso XII en diciembre de 1874 en un  pronunciamiento que tuvo lugar en Sagunto (Valencia). Con esta Restauración  Borbónica esperaban lograr, al menos, una mayor estabilidad en los sucesivos Gobiernos.

Y así fue efectivamente. Los Gobiernos eran mucho más estables pero, a cambió, creció desmesuradamente la oligarquía y aumentó sin tasa el número de los caciques locales. La culpa de esto hay que achacársela al sistema ideado por Antonio Cánovas del Castillo, líder del Partido Conservador para alternarse en el poder con el Partido Liberal que encabezaba  Práxedes Mateo Sagasta. Sin el menor rubor, y antes de que las elecciones tuvieran lugar, pactaban descaradamente los distritos electorales en los que ganaría cada uno de ellos, sin dejar opción alguna a las demás opciones políticas.

Para que no hubiera sorpresas cuando se celebraran las elecciones y los resultados se adaptaran plenamente  a los acuerdos previos, se recurría a los caciques locales y rurales. Estos eran los que se ocupaban, cada uno en su distrito, de manipular y amañar las elecciones para que la victoria se la llevara la formación política prevista de antemano. Para asegurar el resultado pactado, cualquier truco era bueno; unas veces se recurría al “pucherazo” y, otras, se incluían en el censo a personas ya fallecidas o se impedía el acceso a las urnas a determinados sectores de la población. Era así de sencillo para que el resultado de las urnas coincidiera exactamente con los deseos de los conservadores y los liberales.

Era Antonio Cánovas del Castillo el que llevaba la voz cantante y sus directrices, excesivamente  conservadoras, además de perjudicar el desarrollo normal de la democracia en España, incidían perniciosamente sobre los territorios de ultramar. Buena prueba de ello es que, como consecuencia de su desastrosa política, se independizaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas  en el fatídico año de 1898. Por si fuera esto poco, no mucho después de esa fecha, se procede a la venta a Alemania de las islas Marianas y Carolinas que teníamos en el Pacífico.

La pérdida de las colonias españolas, desde el punto de vista meramente económico, tuvo sus consecuencias, pero no muy graves ya que, desde muchos años antes de la independencia de Cuba, los intercambios comerciales eran prácticamente nulos. Pero desde el punto de vista político y moral, los efectos ocasionados por esa pérdida tienen mucha más importancia, desembocando en lo que los intelectuales de la época denominaron “Desastre del 98”.  La pérdida de esos territorios puso de manifiesto el poco peso específico que tenía España entonces en el ámbito internacional.

Y fueron precisamente los literatos y los filósofos o pensadores españoles más importantes del momento,  los primeros en desilusionarse y, a partir de entonces, dejaron traslucir su enorme desmoralización y su pesimismo en todos sus escritos. Surge así la llamada “Generación del 98”, integrada, entre otros,  por escritores de la talla de Miguel de Unamuno, Pio Baroja, Antonio Machado, Ramiro de Maeztu, Ramón María del Valle-Inclán y José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo “Azorín”.

De todos los escritores de la Generación del 98, quizás sea Unamuno el más afectado por ese ambiente de fracaso político y cultural que culminó en el Desastre del 98. Y por eso se enfrenta con vehemencia a la cruda realidad. Busca desesperadamente poner remedio a tan dramática situación para devolver a España el prestigio internacional perdido recientemente. En un principio piensa que se resuelve favorablemente la situación acercando España a Europa. Es por lo que clama con todas sus fuerzas aquel “¡Muera don Quijote!”, para no tener trabas para europeizar a España.

Más tarde reflexiona y piensa que, dada la riqueza de la  cultura española, tal como se refleja en el arte, en la lengua y en las costumbres tradicionales, para europeizar a España, hay que españolizar previamente a Europa. Dicho con palabras del propio Unamuno, no podremos digerir la parte de espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, mientras no nos impongamos espiritualmente a Europa. Primero tenemos que españolizar a Europa, haciéndole tragar lo nuestro para así poder recibir lo suyo.

Los recelos y las desconfianzas que sentía Miguel de Unamuno hacia todo lo europeo, dio lugar a una interesante pelotera dialéctica  con Ortega y Gasset, europeísta convencido y miembro destacado de la Generación de 1914. En la correspondencia privada, se trataban con exquisita cortesía. Como mucho, algún exabrupto de Unamuno, pero nada más. Es en los escritos públicos, donde se llaman de todo. Ortega dice de Unamuno que es un “morabito máximo que, entre las piedras reverberantes de Salamanca, inicia una tórrida juventud hacia el energumenismo".

Miguel de Unamuno, que no entiende el espíritu laico y europeo predicado por Ortega, llamaba a éste pedante, don Fulgencio en Maburg y,  por dar preferencia a Descartes sobre San Juan de la Cruz, le tildaba de papanatas. Y lleno de resentimiento hacia Europa escribía en una de sus cartas dirigidas a Ortega: "yo me voy sintiendo furiosamente anti-europeo. ¿Qué ellos inventan cosas? Invéntenlas. La luz eléctrica alumbra aquí tan bien como donde se inventó".

Pasa ahora algo parecido con el ministro de Educación, Cultura y Deporte José Ignacio Wert. Pero la pretensión del ministro de españolizar a los estudiantes catalanes ha tenido muchos más antagonistas  que la de Miguel de Unamuno. Son muchos los que han salido en tromba contra el ministro de Educación por pretender “españolizar” a los alumnos catalanes que sistemáticamente vienen siendo “catalanizados” por las autoridades académicas de Cataluña. Era previsible que los  nacionalistas se lanzaran rabiosamente a su yugular, pero no así los socialistas que pretenden ser un partido de ámbito nacional. 

La película se desarrolló así. El pasado día 10 de octubre el diputado del PSOE, Francesc Vallés, pregunta al ministro José Ignacio Wert si considera que el crecimiento actual del independentismo en Cataluña tiene algo que ver con su sistema educativo. La respuesta del ministro de Educación no pudo ser más rotunda y concluyente: “la señora Rigau, que no es de su partido, que es de Convergencia, ha dicho el otro día que nuestro interés es españolizar a los alumnos catalanes. Lo dijo, y no con ánimo de elogio. Pues sí, nuestro interés es españolizar a los alumnos catalanes y que se sientan tan orgullosos de ser españoles como de ser catalanes y que tengan la capacidad de tener una vivencia equilibrada de esas dos identidades porque las dos les enriquecen y les fortalecen”.

José Ignacio Wert no se amilanó por los abucheos de la oposición en pleno y dejó constancia de su compromiso de buscar la manera de que, en Cataluña, los padres que así lo deseen, puedan escolarizar en castellano a sus hijos. Su intención es, según dijo, buscar una "solución viable para que todo el que quiera ser educado en Cataluña con el castellano como lengua vehicular lo pueda hacer". Aunque hayan levantado ampollas en algunos ambientes, las palabras del ministro de Educación describen, con pelos y señales, el enorme problema que impide educar adecuadamente a los alumnos catalanes.

Este problema hubiera quedado resuelto, si el propio José Ignacio Wert, y el Gobierno del que forma parte,  hubieran exigido a la Generalidad cumplir terminantemente las sentencias dictadas por el Tribunal Supremo y por el Constitucional que son obviadas sistemáticamente.  Fue Jordi Pujol el que, ante la pasividad culpable de los distintos Gobiernos,  ideo ese proyecto uniformador de las juventudes catalanas, utilizando maliciosamente el lenguaje. Se comenzó en los años 80 implantando de una manera progresiva la inmersión lingüística escolar. Pocos años después, el español había sido totalmente desterrado de las aulas catalanas.

Aunque José Ignacio Wert no habló nada más que de intenciones, su palabra “españolizar” fue tomada como un insulto por todo el establishment catalán. Se han rasgado las vestiduras la consejera de Enseñanza Irene Rigau y el portavoz de la Generalidad Francesc Homs. Se olvida Irene Rigau de que en julio de 2011 alardeó públicamente de que estaba “catalanizando” el sistema educativo. Enric Hernández, director de El Periódico, dice que la intención de Wert esel equivalente contemporáneo (y de derechas) de la rusificación estalinista”. Hasta el catalanizado Josep Antoni Duran Lleida, a veces tan pacífico, levantó esta vez el hacha de guerra, tratando al ministro de ignorante.

Como son ya varios los Gobiernos de España que han venido dando cuerda al nacionalismo catalán, estos se sienten muy crecidos y es normal que respondan así a las palabras del ministro de Educación. Pero choca enormemente el tremendo enfado de los socialistas. Llegaron tan lejos, que trataron de reprobar al ministro por afirmar que el interés del Gobierno es "españolizar a los alumnos catalanes", que es algo que debió haber hecho ya el Gobierno anterior. Dice Soraya Rodríguez que el ministro debe dimitir porque, “está claramente desautorizado para seguir siendo ministro de Educación y Cultura". Y agrega que las palabras de Wert "reproducen la peor derecha, la totalitaria, la que todos queremos olvidar".

Tampoco tienen razón los que dicen  que no se puede “españolizar” algo que es España. Quienes así hablan sacan las palabras de José Ignacio Wert de su contesto. De acuerdo que los alumnos a los que se refiere el ministro son catalanes y, aunque les pese a los soberanistas,  son también españoles. Pero desconocen la cultura y la historia española por que se les oculta de manera sistemática, y la que se les enseña ha sido, con antelación, cuidadosamente adulterada. Y hay que enseñarles la historia real de España que es también la historia de Cataluña. Hay que “españolizarles” culturalmente hablando, para que, como dice el ministro, “se sientan tan orgullosos de ser españoles como de ser catalanes”.

Gijón, 15 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

jueves, 15 de noviembre de 2012

LA INVASIÓN DE LA CASTA POLÍTICA


Hay políticos y políticos. Hay políticos con solera y de rancio abolengo, y hay políticos de traca y tremendamente fútiles.  Los primeros son los que hacen de la política un servicio público, los que suelen resolver los problemas o intentan honestamente resolverlos. Y si no saben o no pueden, lo dicen, dimiten y se van tranquilamente a su casa a reemprender el trabajo o la profesión que dejaron cuando fueron llamados  a desempeñar esa función pública. Los segundos, los inútiles, no quieren problemas. Y si los hay, los soslayan o los ocultan  descaradamente. Lo único que les preocupa es sobrevivir al amparo de la política. Y es que, en realidad, no han  trabajado nunca y no saben hacer otra cosa.

Como estos últimos, los de la casta política, carecen de pundonor y no se avergüenzan de nada, utilizan el peloteo para medrar personalmente e ir escalando puestos en las instituciones públicas. Lo que hoy es blanco para ellos, mañana es negro o colorado, según convenga. Y tratan de desplazar, sin pudor alguno, a los que llegan a la política desinteresadamente para servir y no para servirse, entre otras cosas, para que no les hagan sombra. Son como aquellos fariseos de que nos habla San Mateo en su Evangelio: “dicen, pero no hacen. Lían cargas pesadas e insoportables, y las cargan sobre las espaldas de los hombres, más ellos, ni con el dedo las quieren mover”. Son siempre otros, los currantes, los que tienen que ser austeros y los que deben apretarse el cinturón.

La falta de escrúpulos de estos políticos de vía estrecha ha dado lugar a que todo el mundo los odie y los vilipendie. Esto ha servido para que aquellos que podían prestar un servicio público desinteresado, los que de verdad valen, renuncien a dar ese salto. Por eso predominan hoy día en la gestión pública los mediocres, los políticos de medio pelo que fracasarían rotundamente en cualquier otra profesión. Quieren estar en todo y se olvidan de lo principal. En vez de procurar el bien común de los ciudadanos y de prestar un servicio público eficiente a los que le dan el voto, ponen todo su empeño en mejorar sus ya desmesurados privilegios.

La casta política se ha adueñado prácticamente de todos los partidos políticos españoles, sean estos de izquierdas, de centro o de derechas. Poco a poco se han ido adueñando de la situación y han ahogado cualquier posibilidad de que llegue aire fresco a esas instituciones. Al ser mayoría, son ellos los que manejan a su antojo los tiempos y las formas en el quehacer diario de los partidos, son los que marcan la pauta y los objetivos a perseguir. Y cuando estos trepas y vividores llegan a lo más alto, actúan como si gobernar fuese simplemente mandar. Y como menosprecian a  las bases de su propio partido y a la ciudadanía en general, no escuchan a nadie ni se preocupan por lo que puedan pensar los demás.

Como esta gandaya política se mete en todo, aunque viva permanentemente encastillada en la más absoluta ignorancia, y se arroga la facultad de pontificar sobre lo divino y lo humano, no es de extrañar que los pensadores de la ilustración recelaran de ellos. Por eso se inventaron la famosa teoría de la separación de poderes: para limitar el poder absoluto de los monarcas y, como no, para frenar la intemperancia y el atrevimiento suicida de los políticos. Rousseau, que concebía la democracia como un gobierno directo del pueblo, abominaba de los políticos por esa insolencia y su afán de intervenir en todo. Tampoco eran bien vistos por los ilustrados españoles.  Para el ilustrado asturiano Agustín de Argüelles, los partidos políticos eran una auténtica desgracia. En su ofensiva contra esta casta de aprovechados, utilizó la misma dureza y los mismos términos que utilizaría Franco un siglo después.

A Felipe González y a Alfonso Guerra les molestaba enormemente esta doctrina de la ilustración que propugnaba la separación de poderes. Eso de desperdigar el poder e incluso el compartirlo, enfurecía terriblemente a la izquierda española. De ahí que busquen con verdadero ahínco,  burlar esa separación de poderes e invadirlos impúdicamente todos. Para eso, nada mejor que dar muerte a Montesquieu que es lo que hicieron González y Guerra promulgando la Ley Orgánica del Poder Judicial del año 1.985. Con esta Ley, todos los poderes quedan sometidos al poder Ejecutivo. Así las cosas, no es de extrañar que Alfonso Guerra anunciara solemnemente que Montesquieu había muerto.

Es cierto que han venido detrás otros partidos políticos, de signo contrario, que llevaban en sus programas electorales la promesa de acabar terminantemente con esa simbiosis nefasta entre los tres poderes.  Pero como “las promesas electorales son para incumplirlas”, tal como dijo el inefable Tierno Galván, todo sigue lamentablemente igual. Como mucho, se han efectuado algunos cambios cosméticos, pero nada más. Así que el poder Legislativo y el Judicial continúan claramente mediatizados por el poder Ejecutivo.

Son plenamente conscientes de su ñoñez intelectual, de su manifiesta incompetencia. Y como siempre pasa, las mediocridades se unen y se defienden mutuamente para no desaparecer,  y continuar viviendo, cada vez mejor, del presupuesto público. Buena prueba de ello es el lamentable espectáculo que nos dan al comienzo de casi todas las legislaturas, aprobando por unanimidad de todos los partidos nuevas prebendas, mayores  privilegios e incluso mejoras sustanciales de honorarios.

Y al igual que esta casta golfa cierra filas desvergonzadamente para aumentar sus ya desmesuradas prerrogativas, también hace lo propio para rechazar cualquier eventualidad que quiera recortárselas.  No hace mucho se presentó en el Congreso una iniciativa popular, solicitando algo muy lógico: que los políticos dejen de cobrar del Estado cuando terminen su mandato, pasando a ser como los demás ciudadanos del lugar, sin privilegios ni canonjías. Esta proposición ni siquiera fue admitida a trámite. En realidad, no podíamos esperar menos de nuestros políticos. Así es como estos esforzados gestores de de nuestro dinero se aprietan el cinturón y se solidarizan con los que les hemos elegido.

Que esta chusma de vividores trata de ser incombustible y que aspira a perpetuarse en la función pública, es algo meridianamente claro. Y de esa actitud tan egoísta tenemos mucha culpa los ciudadanos, los que les hemos ido dando cuerda con nuestros votos y con nuestra indiferencia. No somos inocentes ya que hemos colaborado tontamente en la proliferación de semejantes monstruos. Ellos han sabido aprovecharse de nuestra desgana, de nuestra abulia política y, en consecuencia, han multiplicado considerablemente los comederos estatales y autonómicos. Les hemos permitido diversificar normativas y leyes, y como se han acostumbrado desde bien jovencitos a mamar de todo lo que da leche, tratan de hacerse fuertes y prácticamente imprescindibles para no perder el chollo.

Tenemos un ejemplo muy claro durante estos últimos ocho años. Un atentado, aún sin esclarecer debidamente, dio el triunfo electoral a un devaluado PSOE en el que sentaban  cátedra lo más granado de esa casta política, toda una serie de personajes inmaduros que llegaron a la política siendo unos niñatos y que, sin la debida preparación,  terminaron ejerciendo un  liderazgo que les venía demasiado grande. Ahí estaba, por ejemplo,  el mayor iluminado de la historia José Luis Rodríguez Zapatero, para quien gobernar es simplemente mandar sin escuchar a nadie y sin preocuparse de las consecuencias que puedan derivarse de sus actos. También nos encontramos con  José Blanco, Bibiana Aido, Leire Pajín, el patético Tomás Gómez y algunos más por el estilo. Y esta camarilla de ineptos eran los encargados de marcarnos el camino a seguir y los que regían nuestros destinos. Así nos fue, perdimos el norte y nos hundimos  para mucho tiempo en la más absoluta miseria. Estos eran del PSOE, pero ejemplares semejantes abundan hoy día en todos los partidos. Así que ¡Dios nos coja confesados!

Gijón, 20 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

viernes, 9 de noviembre de 2012

IV.- LAS GUERRAS CARLISTAS EN CATALUÑA


Tras la derrota sin paliativos del ejército napoleónico y su salida definitiva de España, ocupó el trono Fernando VII, el Deseado o, también, el Rey Felón. Durante su reinado se enfrentó violentamente con los liberales por su intento de restaurar el absolutismo, lo que al final logró gracias a la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1.823. Pero el verdadero problema, en forma de conflicto bélico, surgió en 1833. Estamos hablando  de la Primera Guerra Carlista, que se prolongó hasta 1840. Se trata de una auténtica guerra civil, que tuvo una incidencia importante en el País Vasco y en Navarra, pero que sería especialmente virulenta en Cataluña.

A la muerte del  Rey Felón, es proclamada reina su hija de corta edad, con el nombre de Isabel II,  y se encarga de la regencia su madre, la reina viuda María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Pero el infante Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII,  no pierde el tiempo y lanza inmediatamente el llamado Manifiesto de Abrante, donde rechaza a la nueva reina y expresa con toda claridad su voluntad de recuperar la Corona. Este nombra a Joaquín Abarca como ministro universal y busca la manera de que el ejército y las autoridades se sumen a su causa, aunque con muy poco éxito.

Fue en el País Vasco y en Navarra donde más eco tuvo este requerimiento, donde se le reconoció como rey, a las primeras de cambio, con el nombre de Carlos V. Este éxito inicial de los llamados carlistas, quizás se deba al notable influjo del clero en la sociedad y hasta en las instituciones de estas tierras de España. Pero fueron perdiendo fuelle ante el empuje de los isabelinos que, con la inestimable ayuda del Reino Unido, Portugal y Francia, recuperaron rápidamente la iniciativa en la guerra.

Los catalanes vieron en esta nueva pugna sucesoria la posibilidad real de recuperar sus derechos forales, perdidos por su enfrentamiento con Felipe V en la llamada Guerra de Sucesión. Pero se equivocaron una vez más al apostar por el infante Carlos. Los carlistas en Cataluña estaban muy desorganizados y actuaban descoordinadamente en sus enfrentamientos con los isabelinos o liberales. Más que un ejército, se trataba de un determinado número de guerrillas no identificadas que operaban sin organización alguna y cada una por su cuenta.

Para enfrentarse con ciertas garantías en Cataluña a los seguidores de  Isabel II, era necesario organizar debidamente a todas estas partidas de guerrilleros. Con tal motivo, el mando carlista reúne un contingente de 2.700 hombres, reclutado entre los batallones  más experimentados que actuaban  en el frente Norte, y  lo envía a Cataluña al mando del general Juan Antonio Guergué. Esta expedición parte de Estella en agosto de 1835, atraviesa Navarra, Huesca y Lérida y llega, sin muchos contratiempos,  a Gerona, donde fracasa en su intento de tomar Olot. En su camino hacia Cataluña, se fueron uniendo a esta expedición muchos voluntarios carlistas.

Ya en tierras catalanas, este militar navarro comienza inmediatamente a organizar y a estructurar los efectivos que operaban deslavazadamente en esta zona. Una vez que consigue reunir una fuerza numerosa, decide regresar a Navarra, cosa que hace el 22 de noviembre de 1835. El contingente carlista, a la marcha del general Guergué, pasa por varias manos, cosechando muchas derrotas. Tan solo lograron conquistar momentáneamente Solsona y posteriormente Berga, pasando a ser esta población la capital del carlismo catalán.

En julio de 1838, se hace cargo del mando del ejército carlista de Cataluña el general Carlos de España. Este militar francés, que llevaba al servicio de España desde 1791, trató de modernizar convenientemente estas tropas. Pero cometió el error de querer integrar en las mismas a los sectores más radicalizados del carlismo. Esta iniciativa molestó enormemente a la oficialidad carlista, siendo finalmente cesado a requerimiento de estos. Poco tiempo después, el día 2 de febrero de 1839, fue asesinado por su propia escolta, por lo que parece, a instancias de los mismos jefes del carlismo catalán, que les había parecido muy poco su cese.

De todas maneras, las fuerzas carlistas estaban perdiendo fuelle de una manera evidente. Sus éxitos iniciales, sobre todo en Navarra y el País Vasco, dieron paso a una continuada serie de fracasos militares. Los partidarios de Isabel II llevaban la iniciativa de la guerra en todos los frentes. Esto obligó al general de los carlistas en el norte de España, el general Rafael Maroto,  a firmar la paz el 29 de agosto de 1839 con el general Espartero. Hecho que confirman dos días más tarde ante las tropas de ambos bandos con el famoso Abrazo de Vergara.

Aunque los carlistas tenían prácticamente perdida la guerra en toda España, el general Ramón Cabrera consideró que ese acuerdo de paz con Espartero, era una traición manifiesta de Rafael Maroto. Se negó tajantemente a aceptar semejante acuerdo  y, desde el Maestrazgo, continuó enfrentándose a Espartero. Cuando en mayo de 1840 lo derrotan las tropas de Espartero en Morella, Cabrera huye hacia Cataluña,  llevando consigo la mayor parte de los restos del ejército carlista del norte. Quiso resistir en Cataluña, pero ante el constante acoso del ejército isabelino, en julio de 1840 cruza la frontera francesa con las últimas tropas carlistas que le seguían, poniendo así fin a la Primera Guerra Carlista.

El triunfo de los partidarios de Isabel II sobre los que se decantaron por el infante Carlos María Isidro de Borbón aceleró  en España la revolución burguesa y, con ésta, la revolución industrial. Fue precisamente en Cataluña donde la industrialización cobró mucha más fuerza que en el resto de España. No es, pues, de extrañar que se disparara el aumento de la población catalana y que surgiera una nueva clase social, el proletariado. Y como es natural, al crecer la población en mayor proporción que los recursos materiales, aparecen irremediablemente las tensiones sociales. 

En Cataluña, de una sociedad tradicional fuertemente arraigada se pasa a otra, derivada de las nuevas relaciones que impone la producción capitalista. Y esto da lugar a toda una serie de conflictos, que complican necesariamente la convivencia y la paz social. Es el caso de los campesinos que se vieron afectados por la desamortización y por la apropiación de los comunales por parte de la burguesía. Pasó lo mismo con los artesanos que vieron cómo se iban arruinando progresivamente al no poder competir con la industria que manufacturaba las mismas mercancías.

Si a esto añadimos la crisis económica  de 1846-1847 que afectó gravemente a toda España, pero de una manera muy especial a Cataluña por razones obvias, tenemos todos los elementos para la creación de una situación enormemente explosiva que, entre otras cosas,  dio pie a que se produjera un notable auge del republicanismo. El descontento fue creciendo tanto, que desembocó, en octubre de 1846, en el levantamiento de los matiners”, levantamiento que desembocaría en la Segunda Guerra Carlista. En realidad se trataba de pequeñas partidas de guerrilleros que atacaban fundamentalmente a funcionarios y a unidades militares.

Defendían esta vez los derechos al trono de España de Carlos Luis de Borbón,  hijo del anterior aspirante Carlos María Isidro de Borbón y de María Francisca de Braganza. El levantamiento este de Cataluña, apoyando otra vez  la causa carlista, fue imitado inmediatamente en Guipúzcoa, Navarra, Burgos y Aragón. Pero fuera de Cataluña, los partidarios del que habría de ser Carlos VI fracasaron estrepitosamente. En tierras catalanas, en cambio,  ofrecieron una mayor resistencia, ya que, por indicación del aspirante Carlos, Cabrera dejó su exilio,  regresó furtivamente a Cataluña y se puso al frente de los insurrectos. Logró reunir un pequeño ejército de no más de 10.000 hombres, al que organizó convenientemente para hacerle más efectivo, y que dio muchos quebraderos de cabeza a las fuerzas de Isabel II.

El Gobierno de Madrid, para acallar la revuelta, envió a Cataluña un ejército de 70.000 hombres. A pesar de la enorme superioridad numérica de estos, Cabrera y sus lugartenientes les infringieron algunas derrotas sonadas. En vista de las dificultades para reprimir el levantamiento, los generales isabelinos optaron por el soborno. De este modo lograron la compra de algunos jefes carlistas, lo que fue determinante para minar primero la moral de las tropas mandadas por Cabrera y para vencerlas más fácilmente después. El desastre para el carlismo llegó con la detención en abril de 1849 del pretendiente Carlos Luis cuando pretendía entrar en España por la frontera francesa. Cabrera y sus gentes  se vieron obligados a huir a Francia, poniendo así fin a la Segunda Guerra Carlista.

Pero a pesar del monumental fracaso cosechados por los dos anteriores pretendientes, en 1868 lo intenta una vez más un nuevo aspirante a ceñir la corona de España. Se trata de Carlos María de Borbón y Austria-Este, nieto  de Carlos María Isidro de Borbón, el hermano de Fernando VII.  Ahora Carlos María de Borbón, que adoptó el  nombre de Carlos VII, no tenia ya enfrente al ejército de Isabel II, que había tenido que abandonar España como consecuencia de la Revolución de 1868. Las huestes del pretendido Carlos VII guerrearon, en primer lugar contra los Gobiernos de Amadeo I, después contra la Primera República y, finalmente, contra el rey Alfonso XII.

La fecha prevista por Carlos María de Borbón para iniciar la Tercera Guerra Carlista era el 21 de abril de 1872. Y el alzamiento debía realizarse “en toda España, al grito de ¡Abajo el extranjero! ¡Viva España!", tal como rezaba la orden dada desde Ginebra por el nuevo pretendiente. Pero el general Joan Castells adelantó los acontecimientos al levantarse en Barcelona la noche del 7 al 8 de abril de ese mismo año. Pero Castells se quedó prácticamente solo, ya que en un principio no contaba nada más que con 70 hombres.

Esta nueva contienda tuvo una mayor incidencia en las  provincias Vascongadas y en Navarra. En Valencia, Aragón y Andalucía el levantamiento fue meramente testimonial. En Cataluña, se formaron partidas guerrilleras en casi todas las comarcas, pero sin llegar a contar con una estructura militar común. Eso sí, luchaban por España entera y no solo por Cataluña. Con la ocupación de Olot y de Seo de Urgel por parte de las tropas gubernamentales, el 19 de noviembre  de 1875 se pone fin a la guerra en Cataluña. En el norte, los carlistas resistieron hasta el 28 de febrero de 1876.

Gijón, 26 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández