Hasta que a Alfonso Guerra se le ocurrió asesinar a Montesquieu, aunque hubiera sus cosas, la Justicia guardaba cierta compostura y simulaba al menos ser honesta, imparcial y hasta independiente. La tradicional división o separación de poderes era admitida sin más como algo característico de los países democráticos. Pero con la muerte oportuna del Barón de Montesquieu, provocada intencionadamente en plena efervescencia del felipismo, todo cambió y el derecho pasó a ser simplemente un fiel servidor de los fines políticos de la nueva mayoría. Desde entonces, el Consejo General del Poder Judicial pasó a ser un reflejo del Parlamento, quedando así el poder judicial sometido al poder político.
Esta reproducción exacta en el órgano de gobierno de los jueces del esquema político que impera en el Congreso fue aceptada y bendecida sin rechistar por las asociaciones judiciales adscritas de alguna manera a los dos partidos mayoritarios. Protestaron los jueces no inscritos en las conocidas asociaciones, calificando el acuerdo de “apaño” y de “fraude de ley”, pero aceptaron el hecho sin más los de Jueces para la Democracia vinculada al PSOE y los de la conservadora Asociación Profesional de la Magistratura afín al Partido Popular. Con ese reparto absurdo del poder en el Consejo General del Poder Judicial entre los partidos mayoritarios, la Justicia se debilita, al estar siempre a expensas de los políticos, de sus decisiones arbitrarias y hasta de sus caprichos. Todo un despropósito de la política judicial.
Fue en este contesto, en el que el entonces alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, pronunció aquella polémica frase que se hizo muy famosa: “La Justicia es un cachondeo”. Desde que los miembros del Consejo del Poder Judicial español pasaron a ser elegidos por el Parlamento, la opinión pública comenzó a desconfiar de la Justicia de manera creciente. Y ese desprestigio, cada vez mayor, aparece reflejado claramente en las distintas encuestas de opinión que se realizaban entre el público en general y, sobre todo, entre los usuarios de la propia Justicia. Los usuarios de la Justicia, los que se han visto inmersos en algún procedimiento judicial, tienen una imagen aún más negativa del mundo judicial que el resto de los ciudadanos.
Ya son extremadamente alarmantes los datos de una encuesta, realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas allá por el año 1996. En una muestra muy amplia, realizada en toda España y con una valoración de 1 a 10, los encuestados calificaron con un simple 3,9 a la Justicia española, lo que supone un suspenso sin paliativo alguno. Ya de aquella, de una serie de instituciones sometidas a examen entre la opinión pública, la Justicia quedaba muy por detrás de la prensa, de los partidos políticos y hasta de la administración local. La valoración de la Justicia por los ciudadanos se encuentra ahora en uno de los momentos más bajos desde la reforma de 1985. Su valoración es muy similar a la obtenida por el Gobierno de Zapatero al final de su mandato.
El desprestigio de la administración de Justicia ha crecido tanto, que son muchos los ciudadanos que están plenamente convencidos de que los tribunales se dejan llevar por los intereses del Gobierno y que se amilanan ante las presiones que ejercen ciertos grupos económicos y sociales, e incluso ante los medios de comunicación. Han terminado por convertirse en sicarios del poder político y, a veces, hasta del económico. Un porcentaje muy alto, alrededor de un 65%, considera que los jueces, consciente o inconscientemente, favorecen de manera muy clara a los miembros del partido que gobierna, y perjudican sin mayores problemas a los políticos de la oposición.
Un paradigma evidente del juez politizado es Baltasar Garzón. Quizás sea porque se trata de un juez de izquierdas, como él mismo ha dicho, aunque si es de izquierdas no vale para juez, como tampoco valdría uno que fuera de derechas. Y como juez politizado que es, Garzón ha manejado el cajón de la mesa de su despacho con una maestría y una eficiencia inigualable, unas veces para dormir los casos cuando convenía y otras para despertarlos y desempolvarlos oportunamente. A más de uno le ha hecho pasar injustamente, eso sí, un terrible calvario, aunque después haya sido declarado inocente. Garzón era un mal instructor. Ahí están las estadísticas para corroborarlo. Pero en cambio, ha sabido manejar muy bien los hilos de la prensa española y extranjera, para dar esa imagen de súper juez o juez estrella, que está incluso por encima del mal y del bien.
Obsesionado por la fama, el juez Garzón se las arreglaba para que los casos más sonados fueran a parar todos a su juzgado. Y como todo le parecía poco, para agrandar su notoriedad internacional, emitió una orden de arresto contra el ex dictador chileno, Augusto Pinochet, por la muerte y tortura de ciudadanos españoles durante su mandato. Se quedó con las ganas de investigar al ex secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, por lo de la Operación Cóndor, mediante la cual se instauraron en Sudamérica varias dictaduras. En abril de 2001, solicitó al Consejo de Europa que desaforara al entonces primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, ya que le consideraba incurso en una causa de fraude fiscal, vinculada a Telecinco. Y en 2003 ordenó el arresto del famoso terrorista Osama bin Laden.
Embriagado con los aplausos derramados por la izquierda política y mediática, Baltasar Garzón llegó a creer que, más que un guardián de la ley, era su propia encarnación y que, por consiguiente, podía actuar sin limitación alguna. Y para incrementar al máximo su popularidad, nada mejor que encausar a sus adversarios políticos favoreciendo así los intereses del PSOE, y embarcarse tontamente en la investigación de los crímenes atribuibles a la dictadura de Franco. Y nada mejor que la Audiencia Nacional para emprender, con toda clase de ventajas, esa guerra absurda contra el Partido popular
La ocasión se la facilitó José Luis Peñas, antiguo concejal del Partido Popular en el ayuntamiento de Majadahonda, que en noviembre de 2007 presentó una denuncia ante la Fiscalía Anticorrupción contra su amigo Francisco Correa. Utilizando las grabaciones que José Luis Peñas entregó con la denuncia, el juez Garzón pone en marcha, en febrero de 2009, la tan traída y llevada operación Gürtel. Se detiene a Francisco Correa y a otros cuatro más entre los que está Álvaro Pérez, apodado “El Bigotes” y el militante del Partido popular Arturo González Panero, alcalde de Boadilla del Monte. Se les acusa de blanqueo de capitales, fraude fiscal, cohecho y tráfico de influencias.
Acto seguido Baltasar Garzón se va de caza a Jaén, con el ministro de Justicia de entonces, Mariano Fernández Bermejo. En la montería, coinciden sospechosamente con la fiscal Dolores Delgado y con el ya famoso comisario jefe de la Policía Judicial Juan Antonio González, que suele ocultar su identidad tras el acrónimo JAG. Como, más que de una operación anticorrupción, se trataba de una operación política de gran envergadura, tenían que preparar cuidadosamente la caza de miembros destacados del Partido Popular, entre los que irán apareciendo el eurodiputado Gerardo Galeote, el senador y Tesorero del partido Luis Bárcenas y Francisco Camps, que posteriormente, o no fueron citados por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, o fueron exculpados o declarados no culpables.
Permaneciendo aún incomunicados en el calabozo y sin tomar declaración a ninguno de los detenidos, se comenzaron a filtrar documentos desde el juzgado de Garzón a El País, con la clara intención de desacreditar mediáticamente al Partido popular. Se revelaron delictivamente al periódico del Grupo Prisa, secretos y conversaciones privadas, logradas mediante interceptación de llamadas y conversaciones privadas. Cegado de su obscena soberbia, se atreve a vulnerar conscientemente hasta las garantías constitucionales más elementales y ordena grabar las conversaciones entre varios de los imputados, que estaban en la cárcel por el caso Gürtel, y sus abogados.
Con anterioridad a estos hechos delictivos, Garzón había empezando a investigar formalmente los crímenes del franquismo y ordenó abrir varias fosas de la Guerra Civil, a pesar de la advertencia clara de la Fiscalía, indicándole que semejante caso escapaba a su competencia. Es evidente que Baltasar Garzón se extralimitó puniblemente en el caso de las escuchas en el caso Gürtel y también en la investigación de los crímenes del franquismo. Esto dio lugar a sendas querellas por presunta prevaricación, una de ellas del abogado Ignacio Peláez, perjudicado con la grabación las conversaciones con su defendido implicado en el Gürtel; y la otra del Sindicato Manos Limpias por investigar la represión franquista sin tener competencia para ello.
Ambas querellas fueron admitidas a trámite por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de España, acordando la apertura de juicio oral en ambas causas. Esto determinó que el Consejo General del Poder Judicial suspendiera cautelarmente a Garzón por las escuchas ilegales primero y después por su decisión de declararse competente para investigar los crímenes de la dictadura de Franco. Además de en estos dos casos, tendrá que sentarse una tercera vez en el banquillo de los acusados, acusado de cohecho impropio por los cobros durante su estancia en Nueva York.
Llama la atención que un juez como Baltasar Garzón, después de estar en el ajo durante tantos años, no crea en la Justicia. Eso indica al menos su manifiesta desconfianza hacía tantos jueces del Tribunal Supremo. No cree en su imparcialidad y, por eso, esas sonadas recusaciones de la mayor parte de los magistrados que debían juzgarle. Y a pesar de conseguir que le aceptaran la recusación de cinco de los siete jueces designados para juzgarle, por previsible falta de imparcialidad objetiva, sigue con sus suspicacias y tremendamente receloso del comportamiento de los que, al final, le van a juzgar.
De ahí que Garzón, si no moviliza directamente a sus fans, alienta las esperpénticas protestas que realizan a las puertas del Tribunal Supremo. Y como aún le parecen poco estas carnavaladas, requiere la presencia en el juicio de ciertos jueces y juristas extranjeros, supuestamente defensores acérrimos de los derechos humanos, para chantajear abiertamente a los miembros del tribunal que lo juzgan. Y si un juez desconfía de la Justicia tan ostensiblemente, ¿qué no harán los ciudadanos de a pié, que no pueden esperar cierto grado de debilidad o comprensión debidas al corporativismo o a cualquier otro motivo?
Menos mal que, con el cambio de Gobierno, es muy posible que desaparezca de una vez la crisis que ha venido perturbando gravemente el funcionamiento de la administración de justicia desde la interesada reforma de 1985. Esa fue, al menos, la promesa de Mariano Rajoy, repetida una y otra vez en todas sus intervenciones en la última campaña electoral. Y según parece, en contra de lo que pensaba el gran cínico de la política Tierno Galván, la llamativa promesa de despolitizar los órganos judiciales fue hecha para cumplirla. Ahí están, para demostrarlo, las recientes declaraciones de Soraya Sáenz de Santamaría en la Comisión Constitucional del Congreso y las del nuevo ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, ante la Comisión de Justicia del Congreso.
En este sentido, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría anunció que el Gobierno llevará a las Cortes una Ley orgánica que garantice que "las funciones del Tribunal Constitucional se ajustan a la Carta Magna", confirmando además la recuperación del recurso previo de inconstitucionalidad y amparo. Dejó bien claro que el Gobierno que preside Mariano Rajoy pretende separar "el poder Ejecutivo, sin paternalismos, del resto de poderes". La posición del nuevo ministro de Justicia tampoco deja lugar a dudas, En esa comparecencia suya ante la Comisión de Justicia adelantó que se iba a modificar el sistema de elección del Consejo del Poder Judicial, volviendo al procedimiento utilizado antes de la reforma de 1985.
Una muestra evidente de que esto va en serio, es el perfil del nuevo Fiscal General del Estado. Nos suena a nuevo que el Fiscal General deje es estar al servicio del Gobierno para ponerse incondicionalmente al servicio del Estado. Si se completan todos los cambios prometidos para hacer efectiva la separación de poderes, los ciudadanos volverán a creer en la Justicia
Gijón, 29 de enero de 2012
José Luis Valladares Fernández