miércoles, 24 de octubre de 2012

II.-LA GUERRA DE SUCESIÓN Y SUS CONSECUENCIAS



El día 1 de noviembre de 1700, moría sin descendencia Carlos II el Hechizado, el último rey español de la casa de Austria. Poco antes de morir, hace testamento, en el que designa a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, como su único sucesor y pide a todos sus súbditos y vasallos que le “tengan y reconozcan por su rey y señor natural”.

A pesar de este testamento, tan pronto muere Carlos II, comienzan las intrigas palaciegas en las que intervenían interesadamente cortes extrajeras tratando de imponer a su candidato.  Así empieza en 1701 la larga  Guerra de Sucesión. La coalición formada por Austria, Inglaterra, Holanda, que defendía las aspiraciones del archiduque Carlos de Austria, se enfrenta violentamente a Francia, que se posicionó a favor de Felipe de Anjou. A esta coalición se unieron más tarde Saboya, Prusia y Portugal.  La contienda bélica se libró inicialmente en el Rin, en Flandes y en Italia,  y no se extendió a la península hasta agosto de 1704  con el desembarco en Cádiz de tropas aliadas.

Los enfrentamientos entre los partidarios de uno y otro aspirante al trono adquirieron rápidamente naturaleza de guerra civil. Aunque esto no guste a los apóstoles del soberanismo, nunca hubo confrontación entre regiones o territorios. Todo se reducía a una lucha enconada entre los que querían por rey al archiduque Carlos de Habsburgo y los que apostaban por Felipe de Anjou. El  miedo a perder la libertad y a que se instaurase el absolutismo borbónico indujo a los vasallos de la Corona de Aragón, con la excepción de Cataluña, al apoyo incondicional del Archiduque Carlos. También hubo ciudades castellanas, como Madrid, Toledo o Alcalá que se inclinaron por el pretendiente de la Casa de Austria.

Cataluña, en cambio, estuvo inicialmente de parte de Felipe de Borbón. En vista de que Felipe V se comprometió solemnemente  a respetar sus fueros históricos, tanto el clero, como la nobleza y la  burguesía urbana le juraron plena lealtad. Pero la lealtad fue muy efímera, ya que la oligarquía barcelonesa, equivocándose una vez más, consumó su traición y el 16 de noviembre de 1705 reconoce como rey de España al archiduque con el nombre de Carlos III. Solamente el valle de Arán y las poblaciones  de Cervera y Vic permanecieron fieles a  Felipe V.

Tras varios años de guerra con diversas alternativas de los bandos contendientes, en 1713 se produce un hecho de suma transcendencia, la promesa de evacuar Cataluña y la firma, a los pocos días,  del Tratado de Utrecht. Felipe V renuncia al trono de Francia, entrega a los ingleses el peñón de Gibraltar y, a cambio, se le reconoce como rey de España y de las Indias. Para terminar con el conflicto de la mejor manera posible, Felipe V concede a los catalanes una amnistía y las mismas leyes que regían en Castilla. Pero los catalanes, aunque su suerte ya estaba echada con el Tratado de Utrecht, deciden seguir la guerra en solitario y mantener su obediencia a Carlos III de Austria.

Esta decisión de los oligarcas catalanes demorará la finalización de la Guerra de Sucesión, acentuará las penalidades de los contendientes y aumentará la severidad del monarca cuando se haga cargo de esos territorios. Las tropas borbónicas, tan pronto llegan ante las murallas de Barcelona, exigen en vano la rendición de la ciudad. Entonces cercan la ciudad para que no pueda llegar a los defensores ni comida, ni suministros bélicos y centran todos sus esfuerzos en la conquista de un punto clave, la fortaleza de Montjuic. Pero no resultó tan fácil como se esperaba. Los soldados catalanes luchaban denodadamente complicando la situación  a las tropas de Felipe V. Habían jurado derramar “hasta la última gota de sangre, en defensa de la C. y C. Magestad del Emperador, y Rey nuestro Señor, (que Dios guarde) y del Fidelísimo Principado de Cataluña”, juramento que recogía oportunamente  la Gazeta de Barcelona.

El día de San Andrés Apóstol, 3º de noviembre de 1713, tal como mandaba la tradición, se procede al nombramiento de nuevos cargos, entre los que destaca  el de conseller en Cap de Barcelona que, en esa fecha recayó en Rafael Casanova. Este cargo, dadas las circunstancias bélicas,  llevaba aparejado el grado de coronel de los Regimientos de la Coronela, la milicia ciudadana más numerosa de la guarnición que defendía la ciudad. A Rafael Casanova, contestado  por el gobernador militar de la fortaleza de Montjuic,  le costó hacerse con el mando total de la plaza. Tuvo que hacer frente incluso a una especie de golpe de estado, que algún historiador calificó como “golpe de estado concejil”. Pero una vez afianzado su poder militar, logro que los enfrentamientos bélicos comenzaran a ser favorables para los defensores de la ciudad, haciendo que resultara inútil su bloqueo

Las tropas partidarias de Felipe V tuvieron que cambiar de estrategia y piden ayuda a Francia. Se hace cargo de la situación el mariscal francés duque de Berwick, que llegó a Barcelona con 20.000 soldados galos y pone inmediatamente sitio a la ciudad. A pesar de la enorme superioridad de las fuerzas atacantes, los asediados se defendían heroicamente y no se rendían. Tuvo que emplearse a fondo la artillería para doblegar a aquellos bravos defensores de los derechos dinásticos de Carlos III, entonces ya emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con el nombre de Carlos VI, cuya capitulación tuvo lugar el 12 de septiembre de 1714.

Los irredentos soberanistas catalanes seguirán vendiendo desvergonzadamente que Castilla acabó con la soberanía secular de Cataluña invadiéndola al día siguiente de su rendición. Por mucho que estos popes prediquen incansablemente el cuento de su colonización violenta por parte de los castellanos, Cataluña nunca fue una nación independiente, ni ha tenido Estado propio, ni se constituyó en reino jamás. No hay más que leer detenidamente la historia para darnos cuenta perfecta de que estamos ante un enfrentamiento dinástico, una guerra de sucesión entre los partidarios de la elevación al trono de un rey o de otro, de Carlos III o de Felipe V. Triunfaron las tropas borbónicas y eso fue todo.

Los soberanistas catalanes se han inventado el bulo de la colonización de Cataluña por parte de Castilla. Han reescrito la historia como hubieran querido que fuese y no como realmente fue. Por eso no dudan  en ocultar  los hechos molestos borrándolos de un plumazo o convirtiéndolos en una impostura imposible. Para mantener sus tesis catalanistas, se lanzan sin complejos a crear una nación virtual, la adornan de todo tipo de virtudes y, acto seguido la ponen al servicio exclusivo de sus intereses particulares y muchas veces inconfesables. Como los distintos Gobiernos del Estado no se imponen, los separatistas catalanes llevan ya treinta años tergiversando indecentemente los hechos pasados y creando una historia oficial que no tiene nada que ver con la historia real.

Ante la incuria manifiesta  del Gobierno central, Artur Mas sale del armario y vende públicamente su moto. Y por lo que se ve, hay mucha gente decidida a comprársela. Falsifican descaradamente los hechos y pretenden hacernos creer que Rafael Casanova y Antonio Villarroel defendieron con arrojo y valentía el supuesto Estado catalán. Y no es así. Uno y otro lucharon denodadamente a favor del archiduque Carlos de Austria. Pensaban que este garantizaba mejor que Felipe V las tradiciones, las inmunidades y las concesiones reales de que disfrutaba Cataluña. Pero nunca contra España.

No hay más que leer las arengas que estos dos defensores heroicos lanzaban a sus gentes, entre las que estaba nada menos que el aguerrido Tercio de Castellanos,  en los momentos más críticos de la batalla. Las palabras de Villarroel, el jefe militar de la defensa de la ciudad, no pueden ser más claras: “Por nosotros y por toda la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fuera poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y sus privilegios”.

Lo escrito por Rafael Casanova para animar a los defensores de la ciudad asediada, nos descubren a un Casanova radicalmente distinto del que homenajean los separatistas en la Diada del 11 de septiembre. El verdadero Casanova no luchaba por una Cataluña independiente, luchaba contra Francia y por España. Así animaba a los sitiados para que repelieran a los asaltantes: “Se hace también saber que siendo la esclavitud cierta y forzosa, en obligación de sus empleos explican, declaran y protestan a los presentes, y dan testimonio a los venideros, de que han ejecutado las últimas exhortaciones y esfuerzos, protestando de los males, ruinas y desolaciones que sobrevengan a nuestra común y afligida patria, y del exterminio de todos los honores y privilegios, quedando esclavos con los demás españoles engañados, y todos en esclavitud del dominio francés; pero se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”.

Los que se han echado al monte en busca de una Cataluña independiente se afanan torpemente en inventarse una historia romántica para un pueblo que siempre formó parte de otras realidades  más amplias: Aragón, España e incluso Francia. Por eso Josep Pla dice que “La historia romántica es una historia falsa”, y pide a las nuevas generaciones de historiadores catalanes, que sean fieles a la verdad. Y leyendo a Rafael Casanova, no deja lugar a dudas: la guerra que asoló a España entre 1704 y 1714 no tuvo cariz nacionalista alguno, fue simplemente una Guerra de Sucesión. El enemigo no era España, era el nieto de Luis XIV y los franceses.

La alineación con el archiduque Carlos tuvo sus consecuencias para todo el reino de Aragón, y especialmente para Cataluña. Aunque Felipe V había prometido respetar todas sus prerrogativas y concesiones reales, la aventura tuvo unos costes  extraordinariamente elevados. Así el 9 de octubre de 1715 se dicta un decreto en el que se anulan todos los fueros y privilegios del Principado catalán: quedan abolidas las Cortes y el Consejo de Ciento; en vez de un virrey pasan a depender  de un capitán general; desaparecen igualmente  las tradicionales vegueries, sustituyéndolas por las usuales corregidurias de Castilla. Se prohíben los famosos somatenes.

Además de los diversos gravámenes sobre las propiedades  urbanas y rurales, y los tributos sobre los beneficios del trabajo, el comercio y la industria, se impuso el castellano como lengua oficial de la administración, aplicándose obligatoriamente  en las escuelas y en los juzgados.  A Artur Más y a todo el clan Pujol, les conviene meditar detenidamente lo que pueda suceder si siguen adelante con sus planes secesionistas. Como ha sucedido otras veces, puede tener un coste muy elevado para ellos y para el resto de catalanes. Aún están a tiempo para recapacitar y olvidar semejante delirio separatista.

Gijón, 14 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández

viernes, 19 de octubre de 2012

I.-CATALUÑA NUNCA FUE UNA NACIÓN INDEPENDIENTE


Hay una página web, cataloniatours.cat que, si no es de la Generalidad catalana, sí ha sido ampliamente promocionada por la Consejería de Empleo y Empresa, y subvencionada, cómo no, por el Gobierno autonómico de Cataluña. En esa página de promoción turística de esa parte de España, se nos dice  que Cataluña tuvo un Estado propio durante más de 700 años, una familia real propia y hasta todo un imperio a lo largo del Mediterráneo. Fue España, su bestia negra de siempre, la que puso fin violentamente a esa larga etapa de Estado independiente.

Según nos cuentan en esta web, el mismo Cristóbal Colón era un miembro destacado de la “familia real catalana”. Las Carabelas, utilizadas por Colón para iniciar la arriesgada aventura del descubrimiento de América, según esto, fueron construidas en los astilleros del puerto de Barcelona. Lo de Moguer y de Palos de la Frontera es una ensoñación más de los malvados castellanos. El mismo Artur Mas, por qué no, a lo mejor es un descendiente directo de esa antigua monarquía catalana. Y de no ser así, puede descender al menos de algún cortesano importante de aquella antigua corte o, vaya usted a saber,  de algún bufón de la misma. Pero es evidente que, descienda de quien descienda, necesita urgentemente algunas lecciones de historia para que conozca detalladamente las venturas y desventuras de las gentes de esa maravillosa tierra que él se empeña en ignorar.

Los catalanes, a lo largo de su dilatada historia, siempre han tenido muy mala suerte con sus representantes políticos. Y esto viene sucediendo invariablemente desde finales  del siglo VIII, que es cuando Carlomagno expulsa a los árabes de esa parte hispana y crea lo que se conoció como la Marca Hispánica. Y Cataluña como tal arranca desde aquí. Se trataba de una franja de terreno que limitaba al norte con los Pirineos y por el sur con el Llobregat utilizada por los francos para contener las frecuentes incursiones de los sarracenos. Esta zona, que incluía el Rosellón, la Cerdeña y Barcelona,  fue dividida en condados. 

Estos condados, que se conocieron posteriormente como condados catalanes, terminaron por quedar vinculados al Condado de Barcelona. Aunque los francos sigan proyectando una gran influencia religiosa y cultural sobre los condados, estos supieron aprovechar la debilidad creciente de la monarquía carolingia y, después de varios vaivenes y enfrentamientos, consiguieron al menos cierta autonomía, regida por los condes que habían adoptado un régimen sucesorio pero, ¡ojo!, rindiendo vasallaje a los reyes francos. Más tarde, en 1162, todos estos condados, con la excepción del condado de Urgel, se unieron dinásticamente al reino de Aragón  formando la Corona de Aragón.

Aquella sociedad se muestra muy activa y, a finales del siglo XI, trata de expandirse territorialmente para incorporar a Cataluña Vieja otros territorios de su entorno. Estos territorios, situados al sur y al oeste del rio Llobregat hasta alcanzar la línea del Ebro, fueron conquistados en el siglo XII e integran la comarca denominada Cataluña Nueva. La organización social de los pueblos de Cataluña Nueva había ya perdido  buena parte de ese feudalismo que imperaba en Cataluña Vieja. Las gentes llanas no estaban tan mediatizadas por la nobleza como en la franja de la Marca Hispánica donde había prevalecido el dominio de los francos.

En aquellas épocas, las escaramuzas bélicas eran muy frecuentes entre los distintos reinos de lo que sería después España, los del sur de Italia y Sicilia y especialmente con Francia. Eso sin contar que los campesinos y los artesanos, sobre todo en los condados catalanes, armaban frecuentes grescas con los nobles del lugar y con los distintos oligarcas urbanos que controlaban férreamente las instituciones y aprovechaban cualquier circunstancia para disputar el poder real al  rey de turno.

Fue lo que sucedió, por ejemplo, en 1460 con Juan II, rey de Aragón. Por orden suya se arrestó a su hijo Carlos de Viana, lo que dio pie a que los oligarcas urbanos de Cataluña, la nobleza y la jerarquía eclesiástica se levantaran contra el monarca. En la Capitulación de Villafranca del Penedés, se obliga al rey a liberar a su hijo, se limita su autoridad real y, para entrar en Cataluña, tiene que conseguir previamente el permiso de las instituciones locales. Contraviniendo lo pactado en  Villafranca de Penedés, Juan II, conde Barcelona, entró en Cataluña, desencadenando así  la guerra civil catalana.

En esta guerra, que duraría hasta 1472, la Generalidad que, mangoneada por la oligarquía catalana, desea asumir la soberanía, se enfrentó al rey y lo declara desposeído de la Corona. Pero Juan II acudió al  rey de Francia, Luis XI en busca de ayuda. Firman el tratado de Bayona, y Luis XI le envía un  ejército para ayudarle a aplastar la sublevación catalana. Gracias al apoyo de las tropas francesas, consigue entrar en Barcelona en 1472 y obliga a los insurrectos a rendirse y a prestarle obediencia mediante la Capitulación de Pedralbes.

Pero ese apoyo, prestado interesadamente por Luis XI, tuvo un coste muy elevado para  la Corona de Aragón y, por supuesto, para Cataluña, ya que Juan II, a cambio, se había comprometido a pagar 200.000 escudos de oro al rey de Francia. Para garantizar esa deuda, se vio obligado a donar a la Corona francesa los condados de la Cerdeña y el Rosellón. Juan II intentó posteriormente recuperar ambos condados en una nueva acción bélica, pero fracasó rotundamente. Fue ya en tiempos de los Reyes Católicos, en 1493, cuando un nuevo rey de Francia, Carlos VIII, devolvió los condados a cambio de la neutralidad de la Corona de Aragón en la primera guerra iniciada por los franceses en Italia contra los otomanos.

La Generalidad catalana, dominada por las familias más poderosas de la nobleza, estamentos elevados del clero y la alta burguesía urbana, no escarmentó con el resultado penoso de su enfrentamiento con su monarca el rey de Aragón Juan II y volvió a las andadas a las primeras de cambio. Aprovechaban cualquier circunstancia propicia que pudiera llevarles al disfrute pleno de la soberanía del principado de Cataluña. Y esa ocasión se les presentó inopinadamente con lo que conocemos como la Guerra de los Treinta Años.

No podemos olvidar que, tras la nueva involucración de Francia en la Guerra de los Treinta Años en 1635, Cataluña pasaba a ser  un escenario estratégico de suma importancia, lo que obligaba a España a reclutar tropas urgentemente y a recaudar el dinero necesario para mantenerlas y el principado catalán se negó a colaborar voluntariamente. Estaba en estas, cuando las tropas francesas pusieron cerco a Fuenterrabía, obligando a responder de inmediato a Castilla con la colaboración de las provincias de Vascongadas, Aragón y Valencia.  Cataluña se negó rotundamente a colaborar con el resto de tropas españolas.

En 1639, el conde-duque de Olivares decide atacar a Francia desde suelo catalán y exige a Cataluña que contribuya adecuadamente al mantenimiento del esfuerzo militar, imponiendo al principado la obligación de aportar dinero y soldados. Estas nuevas cargas que se les imponían y  las requisas de animales efectuadas por las tropas, alteraron peligrosamente los ánimos de los campesinos. Por si esto fuera poco, las instituciones catalanas odiaban sinceramente a Olivares y no soportaban al virrey conde  de santa Coloma. Y esto llevó a la nobleza y a la burguesía catalana, con el apoyo de un sector importante del clero, a aguijonear a los campesinos para que se levantaran contra las huestes reales.

Y el conflicto, conocido como la Guerra dels Segadors, estalló finalmente en mayo de 1640. Fueron los campesinos de Gerona los primeros en amotinarse. Atacaron a los tercios destacados allí y marcharon sobre Barcelona. Aquí se les unen unos 500 segadores y toman la ciudad y asesinan a los funcionarios y a los jueces reales que encuentran en su camino y dan muerte también al conde de Santa Coloma y virrey de Cataluña. Desatadas las hostilidades, los rebeldes ya no luchaban solamente contra los tercios y los funcionarios reales, lo hacían también contra los miembros de la nobleza catalana que habían contemporizado más o menos con la administración y contra los hacendados y los ricos de las ciudades.

Ni la Generalidad era ya capaz de controlar la revolución social emprendida por los campesinos y segadores. Y antes de que afectara peligrosamente a la oligarquía catalana, el presidente de la Generalidad, el canónigo de la Seo de Urgel Pau Claris i Casademunt, se puso al frente de los sublevados.  Previendo la respuesta del conde-duque de Olivares y para curarse en salud, Pau Claris pide ayuda militar a Francia. Es entonces cuando se proclama por primera vez la República Catalana, después de firmar, eso sí,  un pacto de vasallaje con Francia y de reconocer al rey Luis XIII como conde de Barcelona y soberano de Cataluña con el nombre de Luis I de Barcelona.

Este vasallaje y sometimiento voluntario a la monarquía francesa fue aprovechado hábilmente por el cardenal Richelieu para debilitar lo más posible a la Corona española y ampliar su poder territorial. Aunque la Guerra de los Treinta Años terminó con la destitución del conde-duque de Olivares, el enfrentamiento entre Francia y España continuó en suelo catalán hasta 1659. Se pone fin al conflicto con la firma de la Paz de los Pirineos por parte de Luis XIV y Felipe IV, perdiendo Cataluña el Rosellón y la parte norte de Cerdeña.

Como se les obligaba a contribuir económicamente al mantenimiento parcial de los tercios, los manipulados campesinos y segadores se levantaron en armas contra la Corona española y se declararon vasallos del rey Francés. El resultado inmediato no pudo ser más adverso: Francia ocupó Cataluña con un ejército de 3.000 personas y obligaron a los catalanes a correr íntegramente con todos los gastos de estas tropas de ocupación.

Menos mal que, después de varios avatares, se dieron cuenta de que su situación era mucho peor con Luis XIII que con Felipe IV. Pero ya era demasiado tarde,  finalizó la aventura con la pérdida de sus territorios de allende los pirineos. Fue ésta una experiencia altamente dolorosa que, con el apoyo de un Jordi Puyol malintencionado, minusvaloran el iluso Artur Mas y toda su corte de  palmeros. Olvidan que ellos no son Cataluña.

Gijón,  8 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández

sábado, 13 de octubre de 2012

ASÍ ACTUA LA CASTA POLÍTICA


Las monarquías medievales fueron evolucionando paulatinamente hacia un absolutismo cada vez más intenso, concentrando cada vez más poder en la figura del rey. Culminó este proceso absolutista, a finales de la Edad Media, con la llegada al trono de Francia del rey Sol Luis XIV. Las decisiones de este monarca francés eran sentencias inapelables. Ahí está para atestiguarlo su famosa frase, que hizo también famoso a todo su reinado: "L'état, c'est moi". No había nada más que un poder y éste era ejercido exclusivamente por el rey. Hubo, es cierto, intentonas revolucionarias de burgueses y liberales para acabar con ese poder omnímodo de los reyes. Pero éste se mantuvo hasta la Revolución francesa de 1848 que, además de acabar con la mal llamada Santa Alianza, depuso al rey de Francia Luis Felipe I e instauró la Segunda República Francesa.

A España llegó también la fiebre del absolutismo de la mano del rey Felipe V, que era nieto del rey francés Luis XIV. Una vez consolidado en el trono, Felipe V se dedicó a la reorganización del aparato del Estado, imponiendo una mayor centralización y el absolutismo. Los episodios más sonados que el absolutismo monárquico provocó en España tuvieron lugar durante el reinado de Fernando VII en  su enfrentamiento violento con los liberales de las Cortes de Cádiz, sobre todo durante el período que conocemos como la década ominosa.

La ilustración del denominado Siglo de las Luces fue sentando las bases para poner límites al absolutismo o despotismo ilustrado de aquella época. Los intelectuales de entonces se ocupaban prioritariamente de hacer saber a los gobernantes absolutistas que, parte de los derechos del hombre nacen de su condición humana y no de la organización estatal. Explica Juan Jacobo Rosseau que, antes de existir la sociedad, los hombres eran libres y completamente felices. Y como querían aún ser más felices decidieron de común acuerdo ceder voluntariamente parte de sus derechos para crear esa sociedad. Lo que implica que el soberano es el pueblo aunque se de ese nombre al encargado de regir los destinos de esa sociedad. Son, por tanto, los ciudadanos, los que pueden pedir cuentas al que abuse del poder.

Detrás vino Charles-Louis de Secondat, el famoso barón de La Brède y de Montesquieu y elaboró una teoría que, para aquella época, era absolutamente revolucionaria. En su obra describe perfectamente la manera de vigilar al poder del Estado mediante la separación o división de poderes para que éste no se corrompa. Según  Montesquieu, los poderes fundamentales del Estado son tres: el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. El poder o función legislativa correspondería a los Parlamentos, el ejecutivo a los Gobiernos y el judicial a los Tribunales de Justicia.

Para que estos tres poderes o funciones salvaguarden eficientemente los derechos de las personas,  deben implicar una independencia escrupulosa entre uno y otro poder. Doctrina que cautivó al liberalismo político y que, además, pasó a ser un elemento básico del Constitucionalismo moderno. Esa división de funciones y la no subordinación de unos poderes a los otros acabó con el absolutismo y es, cuando en realidad, se puede hablar con toda propiedad del Estado de Derecho.

Lo malo es que, a lo largo de la historia, los políticos de vía estrecha, que hemos padecido frecuentemente,  han adulterado considerablemente el valioso legado dejado por los intelectuales de la ilustración.  A nuestros políticos no les valía el absolutismo por razones obvias: tenían un protagonismo excesivamente limitado.  Como siempre han querido estar en la procesión sin dejar de repicar  las campanas, tampoco les solucionaba mucho la independencia real de los poderes propuesta por Montesquieu. No quieren ni frenos, ni contrapesos que limiten su actuación en alguno de los poderes clásicos y menos que se les reduzca a simples menestrales de la política del Estado.

Hay dos tipos de políticos, los que se dedican ocasionalmente a la política  y los profesionales que eligieron esta ocupación como único  modus vivendi. Los verdaderamente peligrosos son éstos últimos, los profesionales, los que integran esa nueva casta política, porque no saben hacer otra cosa. Estos últimos tienen algo de autistas y son desmedidamente autocráticos. Aisladamente ya son peligrosos por su manifiesta incompetencia, pero lo son mucho más si llegan a la cúpula de los partidos. Entonces, para ser más poderosos, tratarán de controlar hasta el más mínimo movimiento social. Y así, en vez de ayudar a los ciudadanos, a los que pagan sus platos rotos, les crearan  abundantes  problemas y asfixiaran impunemente a la sociedad. Y a la vista está que, sin representarnos ni consultarnos, nos suplantan y deciden desvergonzadamente por nosotros.

Los líderes políticos debieran ser simplemente meros ejecutores de la voluntad popular. Pero ellos van siempre más allá y rompen cualquier tipo de amarra con el ambiente que les rodea. Como saben perfectamente que no podrían ganarse la vida de otra manera, buscan con verdadero ahínco su propia autonomía ya que no quieren verse condicionados por las ataduras de la sociedad a la que pertenecen. Anteponen sus propios intereses a las necesidades que pueda tener el pueblo, aunque estas sean muy acuciantes. De ahí que su divorcio con la sociedad sea cada vez mayor y crezca desesperadamente el ya enorme desprestigio social con que cuentan.

Como la sociedad no es muy dada a movilizarse, los políticos han aprovechado esta contingencia para burocratizarse y convertir a su partido en una institución oligárquica.  Hacen todo lo que pueden para que sean las propias leyes las que respalden de manera eficaz sus intereses y así perpetuarse indefinidamente en la política, dominando el mayor número posible de parcelas del poder. Los de la casta política buscan afanosamente, como primera medida, ampliar lo más posible sus derechos y por supuesto garantizar su blindaje. Y para eso, nada mejor que colonizar debidamente las instituciones y ahormarlas a su propio interés y al de sus amigos y familiares, aunque se corra el riesgo  de volverlas inoperantes.

De una manera un tanto insolente, se han apropiado del poder popular y lo ejercen de manera prepotente, sin dar ningún tipo de explicación de sus actos a los ciudadanos que les dieron su confianza. Y abusará desvergonzadamente de ese poder, hasta que encuentre un límite que se lo impida y le haga entrar en razón. Lo dijo muy bien Montesquieu en El Espíritu de las Leyes: “para que nadie pueda abusar del poder, es necesario conseguir, mediante la adecuada  ordenación de las cosas que el poder frene al poder”.

La política hoy día está llena de paracaidistas. Es la única ocupación a la que se accede directamente sin someterte a un examen previo y sin oposiciones. El inefable José Bono lo explica muy bien y lo justifica diciendo que sabe bien de lo que habla. Fue al programa de Telecinco “El Gran Debate”, más que nada para hacer propaganda de su libro, y allí afirmó rotundamente que, para alcanzar una plaza de diputado o senador, no hacía falta nada extraordinario. Bastaba con afiliarse a un partido con posibilidades y dedicarse concienzudamente a hacer la pelota al jefe.

La mayor parte de los que integran hoy las inacabables listas de políticos son unos advenedizos, que llegaron ahí de la mano de algún preboste por enchufe o porque ingresaron de jovencitos en las Juventudes del partido y supieron dar jabón en toda regla al jefe. Son muchos los que, con una capacidad intelectual normalmente escasa y sin experiencia alguna en el sector privado, optan por la política para seguir viviendo del cuento y porque saben perfectamente que no valen para otra cosa. Y hoy abundan ejemplares de estos en todos los partidos que, hasta sin estudios y sin preparación alguna, tratan de regir nuestros destinos.

No harán otra cosa bien, pero son maestros en cultivar nuestros favores para perpetuarse en el mundo de la política y no harán nada que les perjudique. Por eso, que nadie espere que los políticos se embarquen en reformas que puedan dar al traste con sus expectativas. Y eso, aunque estas sean absolutamente imprescindibles y las demande el pueblo. Estos políticos suelen perder la vergüenza y, como dijo hace mucho tiempo el profesor alemán Georg C. Liechtenberg, “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.

Gijón, 8 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández

sábado, 6 de octubre de 2012

APARECE LA CASTA POLÍTICA


Ya desde muy antiguo, y a lo largo de la historia de la humanidad, ha sido una constante la clasificación de las personas basándose en las desigualdades étnicas de las mismas. Cualquier hecho diferencial, como el color de la piel, la pureza de la sangre, la religión que se profese, la ocupación profesional y hasta el mismo tipo de matrimonio realizado han servido siempre para clasificar a los individuos por el conocido sistema de castas.

Este sistema de castas fue popularizado hace miles de años en la India y en aquellos otros países donde se impuso el hinduismo como religión tradicional. El hinduismo nos enseña que no todos los seres humanos proceden de la misma parte del cuerpo de ese ser supremo, conocido en esa religión con el nombre de Brahma. Según esta doctrina, unos provienen de la boca de Brahma, los hay que provienen de sus hombros, otros de sus caderas y algunos más de sus pies. Por lo tanto, según los hinduistas, estamos ante cuatro varnas  o castas básicas: los brahmanes, los chatrías, los vaishías y los shudrás.  También tenemos a los “descastados”, los intocables que están fuera del sistema de castas.

Los brahmanes, al ser creados de la boca de Brahma, forman la casta más elevada dentro de la sociedad hindú. Teniendo en cuenta que los brahmanes fueron considerados como dioses, no es de extrañar que, al formar parte de un orden sagrado, se les asigne un rol en consonancia con su elevada categoría. De ahí que ejercieran de sacerdotes y de asesores del rey, lo que les daba un inmenso poder.

A los brahmanes les siguen en importancia los chatrías o guerreros, creados a partir de los hombros del ser supremo.  Los pertenecientes a esta casta serían los Señores, los Jefes de guerra, en definitiva, los encargados del gobierno del pueblo. Detrás vienen los vaishías o comerciantes y artesanos, procedentes de las caderas de la deidad hindú. Dentro de este orden, según la tradición védica, tendríamos a los prestamistas, los comerciantes y ganaderos que encajarían en el grupo que hoy denominamos “clases medias”. Finalmente tenemos la casta más baja, la casta de los shudrás o esclavos, nacidos de los pies de Brahma. Serían exactamente los jornaleros, los trabajadores de la ciudad y del campo o, usando la terminología marxista, los proletarios de entonces.

Los intocables, los que no tienen casta, son los auténticos parias de la India. Pertenecen a este grupo marginal la gente de piel negra que habita en la península  y que se ocupa de los trabajos serviles o profesiones impuras, prohibidas a los miembros de las distintas castas, incluidos los sudras que es la casta más baja. En realidad, se trata de esclavos comunales, que se les tolera simplemente porque desempeñaban  aquellos trabajos considerados denigrantes pero que son absolutamente indispensables.

Para el hinduismo, el sistema de castas forma parte de un orden sagrado y es determinante del estatus social de los integrantes de cada casta. Dicho sistema especifica claramente el tipo de trabajo que puede realizar cada uno de ellos y hasta con quién se puede casar. A los integrantes de cualquiera de las cuatro castas, les resulta totalmente imposible cambiar de casta mientras viva. Les queda el consuelo  de que, después de muertos, cuando se reencarnen nuevamente, pueda caberles la suerte de nacer en el seno de una casta superior.

Ese intento de clasificar a los mortales teniendo en cuenta su origen étnico o la “limpieza de la sangre” proliferó intencionadamente por toda Europa y por España también. Estas divisiones raciales eran utilizadas sin miramiento alguno  para justificar los privilegios y las ventajas que tenían los grupos dominantes sobre otros menos afortunados. Hubo quien decretó sin más la superioridad de los nórdicos sobre el resto de europeos. Y van más allá y afirman, sin  ningún género de dudas, que las razas negra y amarilla son inferiores a la blanca. Y entre los blancos, son indiscutiblemente superiores los arios.

Es tremendamente llamativa la interpretación que se hizo en Europa de la Biblia, según la cual habría tres razas humanas, provenientes de los hijos de Noé: los judíos y los árabes descenderían de Sem; la raza negra de  Cam y los blancos de Jafet. Según esta interpretación, la maldición de Noé a Canaán fue más bien una maldición de Dios a la “raza negra” condenándola a servir a los descendientes de Sem y de Jafet: “Bendito sea Yahvé, el Dios de Sem, y que Canaán sea esclavo suyo. Que Dios permita a Jafet extenderse, que habite en los campamentos de Sem, y que Canaán sea esclavo suyo”.

El imperio español impuso en América un sistema de castas totalmente injusto, al ratificar la superioridad de los miembros de la aristocracia peninsular y criolla sobre el resto de los españoles. Aún entre los mismos españoles había diferencias notables, dependiendo de la pureza de su sangre. Las personas de sangre “pura” estaban evidentemente  por encima de las que tenían la sangre “manchada” o “mezclada” con la sangre de los conversos, fueran estos moros o judíos. Tanto la aristocracia occidental, como la colonial, aplicaban rigurosamente este sistema de castas en beneficio propio.

En España, gracias a la tenaz labor de los que gestionan la cosa pública, hemos superado sobradamente a todos los sistemas de castas conocidos en el mundo entero y hemos alumbrado una nueva casta, la casta política. Según el artículo 14 de nuestra Constitución seríamos todos iguales, con los mismos derechos y obligaciones: “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social". Pero no, el celo excesivo de los políticos por sus privilegios nos ha hecho ver que se trata simplemente de un malévolo espejismo. La realidad es que hay unos ciudadanos que son más iguales que otros y que, por lo tanto, disfrutan de ciertas prerrogativas vetadas a los ciudadanos de “a pie”.

Según esta nueva teoría española tendríamos estas tres castas: los políticos, los banqueros y los currantes. La casta de los políticos está por encima del mal y del bien. Si hace falta, imitando a Zaratrusta, rompen “las viejas tablas de valores”, crean una nueva moral a su medida para estar invariablemente siempre más allá del bien y del mal. Estaríamos ante la reencarnación del superhombre de Nietzsche en la casta política. Los banqueros, y sobre todo los currantes, tienen que estar siempre dispuestos a servir y a complacer a los políticos. No en vano son los que se ocupan de gestionar nuestras cosas y de orientar nuestros destinos.

Gijón, 20 de septiembre de 2012

José Luis Valladares Fernández