jueves, 29 de noviembre de 2012

V.- PRIMERAS MANIFESTACIONES DEL NACIONALISMO CATALÁN


        A finales del siglo XVIII aparece en  Alemania y en el Reino Unido una nueva manera de enfocar la vida un tanto revolucionaria. Se rompe sin más con la tradición clasicista que ahogaba inexorablemente la libertad creadora con reglas estereotipadas y absurdas. Se trata evidentemente del Romanticismo. Este movimiento cultural y político propició la aparición de tendencias muy distintas de un país a otro, e incluso de una región a otra, dentro de una misma nación. Y en España, aunque con cierto retraso, también se produjo esa afirmación cultural que  subrayaba intencionadamente las diferencias históricas, e incluso lingüísticas, de cada una de sus regiones.

Este movimiento cultural, cómo no,  prendió también con fuerza en Cataluña a partir del segundo tercio del siglo XIX, y recibe el nombre de  Renaixença. La Renaixença se consolidó en torno a la burguesía culta que comenzó a interesarse por el pasado propio y a querer recuperar el catalán. Hasta entonces, la lengua catalana se utilizaba casi exclusivamente en manifestaciones de carácter popular, ya que la burguesía escribía siempre en castellano, aunque se tratara de temas catalanes. Al igual que en el romanticismo europeo, en la Renaixença se daba mucha importancia a los sentimientos patrios y a los temas históricos.

La Renaixença termina por reestructurarse definitivamente como fuerza política en los estertores del siglo XIX. Culmina así todo un proceso de afirmación catalana, iniciado en la década de 1830, con la puesta en marcha de una confederación estrictamente catalanista, la Unió Catalanista. Los intelectuales adscritos a esta corriente eran profundamente tradicionalistas y antiliberales, y abominaban del sufragio universal. Lo suyo era el sufragio corporativo.

En vista de que la mayoría de este grupo era tremendamente reacia a participar  en la vida política, Enric Prat de la Riba decide crear, en 1901, su propio partido: la Liga Regionalista. Este partido recogía fielmente las diversas demandas que planteaba la burguesía industrial catalana. La labor incansable de Prat de la Riba al frente de La Liga Regionalista cristalizó, por fin, en abril de 1914, en la Mancomunidad de Cataluña, que integraba en un único instrumento de autogobierno a las cuatro diputaciones provinciales catalanas.

Este tipo de mancomunidades, además de no poseer recursos propios,  carecían también de capacidad legislativa. De ahí que Francesc Cambó, cuando ocupó la presidencia de la Liga Regionalista en 1917, para dotar a la Mancomunidad de Cataluña de esa capacidad, impulsó la redacción  de un Proyecto de estatuto para Cataluña. Este Proyecto de estatuto fue apoyado por el Partido Catalán Republicano y por personajes tan diversos como Alejandro Lerroux y Francesc Macià.

Estamos pues ante el conocido fenómeno de los regionalismos, nacidos de aquel Romanticismo del siglo XIX que derivó en Cataluña en un nacionalismo fuerte y arraigado. En el desarrollo de semejante proceso, dedicado principalmente a exaltar todo tipo de sentimientos,  influyó decisivamente el enriquecimiento rápido de Cataluña y, como no, el Desastre de 1898. Pero de momento, ni rastros del separatismo que acucia hoy a la sociedad catalana. Más aún, la burguesía catalana se mostraba entonces tremendamente españolista, buscando así dar salida a las mercancías producidas por sus industrias. Su desarrollo cultural y la marcha boyante de su economía eran motivos más que suficientes para que, en vez de aspirar a iniciar su propio viaje en solitario, buscaran intencionadamente pilotar la marcha de España, sin perder, eso sí, su propia identidad.

Tampoco hay atisbo alguno de separatismo en los graves acontecimientos de la llamada Semana  Trágica. Entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909 se produce en Barcelona y en otras ciudades de Cataluña el levantamiento popular que dio lugar a esa Semana Trágica. . No se echaron a la calle para exigir la independencia, ni siquiera para reclamar más autogobierno catalán. Protestaban simplemente contra la guerra rifeña y por la manera infame de reclutar efectivos para defender, a toda costa, la presencia española en el norte de África. Es la conclusión a la que se puede llegar después de examinar detalladamente los sucesos revolucionarios de esa Semana.

El Desastre de 1898, que supuso la pérdida de todas nuestras colonias de ultramar, fue un tremendo mazazo moral que convulsionó a todo el pueblo español. Para resarcirse de tan cruel varapalo, España trataba de aumentar su influencia en la zona norte de África, logrando en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906 la administración de la parte más septentrional de Marruecos, que incluye las regiones  del Rif y de Yebala. Todos estos territorios, administrados por España, reciben el nombre de Marruecos español.

El 9 de julio de 1909, los obreros españoles que trabajan en las minas del Rif y en la construcción de un ferrocarril, que partía de la ciudad española de Melilla, fueron atacados por sorpresa por los cabileños del protectorado administrado por España. Cuatro obreros murieron en ese ataque. Para cortar por lo sano esa inesperada rebelión rifeña, Antonio Maura decide enviar a Marruecos varias unidades militares, entre las que se incluían a varios cupos de reservistas. La inclusión de reservistas entre las tropas enviadas a marruecos, en un momento tan conflictivo, desató toda esa revuelta revolucionaria.

También hubo incidentes comprometidos en Madrid, en Zaragoza y en Tudela por los mismos motivos, pero no de la envergadura que alcanzaron en Barcelona. En la Semana Trágica de Barcelona, que va del 26 de julio al 2 de agosto,  se dan cita toda una serie de circunstancias, todas ellas lamentables, que desembocan en esa terrible insurrección. Por un lado la enorme desilusión de la sociedad española, al darse cuenta que se había perdido definitivamente nuestro papel hegemónico en el mundo. No quedaba ya nada del famoso imperio español, ni de su poderío económico e incluso ideológico.

Por otro lado, los obreros españoles habían adquirido ya cierta conciencia sindical, de modo que, en todas las zonas industriales y principalmente en Barcelona, eran ya operativos los movimientos obreros. En Barcelona concretamente funcionaba  Solidaridad Obrera, integrada por socialistas, anarquistas y republicanos, que trataban de hacer sombra a Solidaridad Catalana por su manifiesto acercamiento al Partido Conservador de Maura.

Se daba, además, la circunstancia de un enorme descontento y crispación social entre las clases más humildes por la manera en que se producían los reclutamientos de tropas. Según la legislación vigente de aquella época, los ricos podían eludir su incorporación a filas pagando a otra persona para que le sustituyera, o simplemente abonando un canon de 6.000 reales, cantidad que no estaba al alcance del pueblo llano. De este modo eludían, en esta ocasión, la movilización para participar en el conflicto originado en Marruecos.

A partir de la publicación del decreto de movilización, comenzaron las protestas contra la guerra. En un principio, esta revuelta militarista era pacífica y trataba sencillamente de impedir el embarque de los soldados reservistas. Los reservistas, que ya habían cumplido anteriormente el servicio militar, eran ahora trabajadores, y muchos de ellos padres de familia. Pero al no poder pagar los 6.000 reales, se les obligaba a incorporarse a filas para ir a Marruecos a luchar contra los moros, dejando abandonada a su familia.

Esta circunstancia fue aprovechada por los agitadores y activistas profesionales, entre los que encontramos a los anarquistas y a los socialistas,  para preparar un monumental alboroto. Este alboroto tumultuoso se transformó, de manera muy rápida, en una huelga general extremadamente violenta. Se inició ésta en los barrios periféricos de Barcelona, que es donde se encontraba el grueso de las fábricas. La tensión estalló definitivamente el 18 de julio, al grito de  “¡Abajo la guerra! ¡Que vayan los ricos!” cuando se procedía al embarque de las tropas en el vapor Cataluña.

El afán revolucionario de los socialistas y los anarquistas los llevó a forzar al límite la situación, logrando transformar la huelga general en unos disturbios extremadamente violentos contra las instituciones religiosas. El balance final de esta revuelta revolucionaria fue terrible. Solamente en Barcelona hubo 78 muertos, más de medio millar de heridos. Se quemaron 33 escuelas religiosas, 52 conventos, varias iglesias parroquiales, bibliotecas y cantidad de obras de arte. También se profanaron algunos cementerios de religiosas, sacando a algunos de sus cadáveres momificados a la calle.

Barcelona se llenó de barricadas. Actuaban al unísono anarquistas, socialistas, republicanos y también masones. Todos ellos compartían el odio visceral a la Iglesia, propugnaban los cementerios civiles,  la enseñanza laica y los matrimonios civiles. Y su propaganda anticlerical, malévolamente difundida, prendió con fuerza en los barrios obreros de Barcelona. La insurrección se extendió rápidamente  a otras localidades catalanas, donde se produjeron  todo tipo de disturbios. Quisieron exportar esta  revolución a toda España, pero fracasaron rotundamente en el intento.

La situación llegó a ser muy complicada en Cataluña, pero a ninguno de estos grupos se le ocurrió identificarse con Cataluña. El enemigo al que se enfrentaban era la Iglesia y sus instituciones, pero nunca España. El nacionalismo catalán, nacido del romanticismo del siglo XIX, buscaba exclusivamente beneficios particulares. A nadie se le ocurría entonces hablar de independencia. Para que esto suceda, tiene que pasar aún mucho más tiempo.

Gijón 2 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

jueves, 22 de noviembre de 2012

PROBLEMAS CON LA ENSEÑANZA EN CATALUÑA


Con el derrocamiento de Isabel II en 1868 se abre en España un período político sumamente inestable, y en un corto espacio de tiempo nos encontramos con sucesos tan diversos como el reinado de Amadeo I de Saboya y la proclamación de la Primera República Española. Tratando de poner freno a tanto desaguisado político, el general Arsenio Martínez Campos proclama rey de España a Alfonso XII en diciembre de 1874 en un  pronunciamiento que tuvo lugar en Sagunto (Valencia). Con esta Restauración  Borbónica esperaban lograr, al menos, una mayor estabilidad en los sucesivos Gobiernos.

Y así fue efectivamente. Los Gobiernos eran mucho más estables pero, a cambió, creció desmesuradamente la oligarquía y aumentó sin tasa el número de los caciques locales. La culpa de esto hay que achacársela al sistema ideado por Antonio Cánovas del Castillo, líder del Partido Conservador para alternarse en el poder con el Partido Liberal que encabezaba  Práxedes Mateo Sagasta. Sin el menor rubor, y antes de que las elecciones tuvieran lugar, pactaban descaradamente los distritos electorales en los que ganaría cada uno de ellos, sin dejar opción alguna a las demás opciones políticas.

Para que no hubiera sorpresas cuando se celebraran las elecciones y los resultados se adaptaran plenamente  a los acuerdos previos, se recurría a los caciques locales y rurales. Estos eran los que se ocupaban, cada uno en su distrito, de manipular y amañar las elecciones para que la victoria se la llevara la formación política prevista de antemano. Para asegurar el resultado pactado, cualquier truco era bueno; unas veces se recurría al “pucherazo” y, otras, se incluían en el censo a personas ya fallecidas o se impedía el acceso a las urnas a determinados sectores de la población. Era así de sencillo para que el resultado de las urnas coincidiera exactamente con los deseos de los conservadores y los liberales.

Era Antonio Cánovas del Castillo el que llevaba la voz cantante y sus directrices, excesivamente  conservadoras, además de perjudicar el desarrollo normal de la democracia en España, incidían perniciosamente sobre los territorios de ultramar. Buena prueba de ello es que, como consecuencia de su desastrosa política, se independizaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas  en el fatídico año de 1898. Por si fuera esto poco, no mucho después de esa fecha, se procede a la venta a Alemania de las islas Marianas y Carolinas que teníamos en el Pacífico.

La pérdida de las colonias españolas, desde el punto de vista meramente económico, tuvo sus consecuencias, pero no muy graves ya que, desde muchos años antes de la independencia de Cuba, los intercambios comerciales eran prácticamente nulos. Pero desde el punto de vista político y moral, los efectos ocasionados por esa pérdida tienen mucha más importancia, desembocando en lo que los intelectuales de la época denominaron “Desastre del 98”.  La pérdida de esos territorios puso de manifiesto el poco peso específico que tenía España entonces en el ámbito internacional.

Y fueron precisamente los literatos y los filósofos o pensadores españoles más importantes del momento,  los primeros en desilusionarse y, a partir de entonces, dejaron traslucir su enorme desmoralización y su pesimismo en todos sus escritos. Surge así la llamada “Generación del 98”, integrada, entre otros,  por escritores de la talla de Miguel de Unamuno, Pio Baroja, Antonio Machado, Ramiro de Maeztu, Ramón María del Valle-Inclán y José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo “Azorín”.

De todos los escritores de la Generación del 98, quizás sea Unamuno el más afectado por ese ambiente de fracaso político y cultural que culminó en el Desastre del 98. Y por eso se enfrenta con vehemencia a la cruda realidad. Busca desesperadamente poner remedio a tan dramática situación para devolver a España el prestigio internacional perdido recientemente. En un principio piensa que se resuelve favorablemente la situación acercando España a Europa. Es por lo que clama con todas sus fuerzas aquel “¡Muera don Quijote!”, para no tener trabas para europeizar a España.

Más tarde reflexiona y piensa que, dada la riqueza de la  cultura española, tal como se refleja en el arte, en la lengua y en las costumbres tradicionales, para europeizar a España, hay que españolizar previamente a Europa. Dicho con palabras del propio Unamuno, no podremos digerir la parte de espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, mientras no nos impongamos espiritualmente a Europa. Primero tenemos que españolizar a Europa, haciéndole tragar lo nuestro para así poder recibir lo suyo.

Los recelos y las desconfianzas que sentía Miguel de Unamuno hacia todo lo europeo, dio lugar a una interesante pelotera dialéctica  con Ortega y Gasset, europeísta convencido y miembro destacado de la Generación de 1914. En la correspondencia privada, se trataban con exquisita cortesía. Como mucho, algún exabrupto de Unamuno, pero nada más. Es en los escritos públicos, donde se llaman de todo. Ortega dice de Unamuno que es un “morabito máximo que, entre las piedras reverberantes de Salamanca, inicia una tórrida juventud hacia el energumenismo".

Miguel de Unamuno, que no entiende el espíritu laico y europeo predicado por Ortega, llamaba a éste pedante, don Fulgencio en Maburg y,  por dar preferencia a Descartes sobre San Juan de la Cruz, le tildaba de papanatas. Y lleno de resentimiento hacia Europa escribía en una de sus cartas dirigidas a Ortega: "yo me voy sintiendo furiosamente anti-europeo. ¿Qué ellos inventan cosas? Invéntenlas. La luz eléctrica alumbra aquí tan bien como donde se inventó".

Pasa ahora algo parecido con el ministro de Educación, Cultura y Deporte José Ignacio Wert. Pero la pretensión del ministro de españolizar a los estudiantes catalanes ha tenido muchos más antagonistas  que la de Miguel de Unamuno. Son muchos los que han salido en tromba contra el ministro de Educación por pretender “españolizar” a los alumnos catalanes que sistemáticamente vienen siendo “catalanizados” por las autoridades académicas de Cataluña. Era previsible que los  nacionalistas se lanzaran rabiosamente a su yugular, pero no así los socialistas que pretenden ser un partido de ámbito nacional. 

La película se desarrolló así. El pasado día 10 de octubre el diputado del PSOE, Francesc Vallés, pregunta al ministro José Ignacio Wert si considera que el crecimiento actual del independentismo en Cataluña tiene algo que ver con su sistema educativo. La respuesta del ministro de Educación no pudo ser más rotunda y concluyente: “la señora Rigau, que no es de su partido, que es de Convergencia, ha dicho el otro día que nuestro interés es españolizar a los alumnos catalanes. Lo dijo, y no con ánimo de elogio. Pues sí, nuestro interés es españolizar a los alumnos catalanes y que se sientan tan orgullosos de ser españoles como de ser catalanes y que tengan la capacidad de tener una vivencia equilibrada de esas dos identidades porque las dos les enriquecen y les fortalecen”.

José Ignacio Wert no se amilanó por los abucheos de la oposición en pleno y dejó constancia de su compromiso de buscar la manera de que, en Cataluña, los padres que así lo deseen, puedan escolarizar en castellano a sus hijos. Su intención es, según dijo, buscar una "solución viable para que todo el que quiera ser educado en Cataluña con el castellano como lengua vehicular lo pueda hacer". Aunque hayan levantado ampollas en algunos ambientes, las palabras del ministro de Educación describen, con pelos y señales, el enorme problema que impide educar adecuadamente a los alumnos catalanes.

Este problema hubiera quedado resuelto, si el propio José Ignacio Wert, y el Gobierno del que forma parte,  hubieran exigido a la Generalidad cumplir terminantemente las sentencias dictadas por el Tribunal Supremo y por el Constitucional que son obviadas sistemáticamente.  Fue Jordi Pujol el que, ante la pasividad culpable de los distintos Gobiernos,  ideo ese proyecto uniformador de las juventudes catalanas, utilizando maliciosamente el lenguaje. Se comenzó en los años 80 implantando de una manera progresiva la inmersión lingüística escolar. Pocos años después, el español había sido totalmente desterrado de las aulas catalanas.

Aunque José Ignacio Wert no habló nada más que de intenciones, su palabra “españolizar” fue tomada como un insulto por todo el establishment catalán. Se han rasgado las vestiduras la consejera de Enseñanza Irene Rigau y el portavoz de la Generalidad Francesc Homs. Se olvida Irene Rigau de que en julio de 2011 alardeó públicamente de que estaba “catalanizando” el sistema educativo. Enric Hernández, director de El Periódico, dice que la intención de Wert esel equivalente contemporáneo (y de derechas) de la rusificación estalinista”. Hasta el catalanizado Josep Antoni Duran Lleida, a veces tan pacífico, levantó esta vez el hacha de guerra, tratando al ministro de ignorante.

Como son ya varios los Gobiernos de España que han venido dando cuerda al nacionalismo catalán, estos se sienten muy crecidos y es normal que respondan así a las palabras del ministro de Educación. Pero choca enormemente el tremendo enfado de los socialistas. Llegaron tan lejos, que trataron de reprobar al ministro por afirmar que el interés del Gobierno es "españolizar a los alumnos catalanes", que es algo que debió haber hecho ya el Gobierno anterior. Dice Soraya Rodríguez que el ministro debe dimitir porque, “está claramente desautorizado para seguir siendo ministro de Educación y Cultura". Y agrega que las palabras de Wert "reproducen la peor derecha, la totalitaria, la que todos queremos olvidar".

Tampoco tienen razón los que dicen  que no se puede “españolizar” algo que es España. Quienes así hablan sacan las palabras de José Ignacio Wert de su contesto. De acuerdo que los alumnos a los que se refiere el ministro son catalanes y, aunque les pese a los soberanistas,  son también españoles. Pero desconocen la cultura y la historia española por que se les oculta de manera sistemática, y la que se les enseña ha sido, con antelación, cuidadosamente adulterada. Y hay que enseñarles la historia real de España que es también la historia de Cataluña. Hay que “españolizarles” culturalmente hablando, para que, como dice el ministro, “se sientan tan orgullosos de ser españoles como de ser catalanes”.

Gijón, 15 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

jueves, 15 de noviembre de 2012

LA INVASIÓN DE LA CASTA POLÍTICA


Hay políticos y políticos. Hay políticos con solera y de rancio abolengo, y hay políticos de traca y tremendamente fútiles.  Los primeros son los que hacen de la política un servicio público, los que suelen resolver los problemas o intentan honestamente resolverlos. Y si no saben o no pueden, lo dicen, dimiten y se van tranquilamente a su casa a reemprender el trabajo o la profesión que dejaron cuando fueron llamados  a desempeñar esa función pública. Los segundos, los inútiles, no quieren problemas. Y si los hay, los soslayan o los ocultan  descaradamente. Lo único que les preocupa es sobrevivir al amparo de la política. Y es que, en realidad, no han  trabajado nunca y no saben hacer otra cosa.

Como estos últimos, los de la casta política, carecen de pundonor y no se avergüenzan de nada, utilizan el peloteo para medrar personalmente e ir escalando puestos en las instituciones públicas. Lo que hoy es blanco para ellos, mañana es negro o colorado, según convenga. Y tratan de desplazar, sin pudor alguno, a los que llegan a la política desinteresadamente para servir y no para servirse, entre otras cosas, para que no les hagan sombra. Son como aquellos fariseos de que nos habla San Mateo en su Evangelio: “dicen, pero no hacen. Lían cargas pesadas e insoportables, y las cargan sobre las espaldas de los hombres, más ellos, ni con el dedo las quieren mover”. Son siempre otros, los currantes, los que tienen que ser austeros y los que deben apretarse el cinturón.

La falta de escrúpulos de estos políticos de vía estrecha ha dado lugar a que todo el mundo los odie y los vilipendie. Esto ha servido para que aquellos que podían prestar un servicio público desinteresado, los que de verdad valen, renuncien a dar ese salto. Por eso predominan hoy día en la gestión pública los mediocres, los políticos de medio pelo que fracasarían rotundamente en cualquier otra profesión. Quieren estar en todo y se olvidan de lo principal. En vez de procurar el bien común de los ciudadanos y de prestar un servicio público eficiente a los que le dan el voto, ponen todo su empeño en mejorar sus ya desmesurados privilegios.

La casta política se ha adueñado prácticamente de todos los partidos políticos españoles, sean estos de izquierdas, de centro o de derechas. Poco a poco se han ido adueñando de la situación y han ahogado cualquier posibilidad de que llegue aire fresco a esas instituciones. Al ser mayoría, son ellos los que manejan a su antojo los tiempos y las formas en el quehacer diario de los partidos, son los que marcan la pauta y los objetivos a perseguir. Y cuando estos trepas y vividores llegan a lo más alto, actúan como si gobernar fuese simplemente mandar. Y como menosprecian a  las bases de su propio partido y a la ciudadanía en general, no escuchan a nadie ni se preocupan por lo que puedan pensar los demás.

Como esta gandaya política se mete en todo, aunque viva permanentemente encastillada en la más absoluta ignorancia, y se arroga la facultad de pontificar sobre lo divino y lo humano, no es de extrañar que los pensadores de la ilustración recelaran de ellos. Por eso se inventaron la famosa teoría de la separación de poderes: para limitar el poder absoluto de los monarcas y, como no, para frenar la intemperancia y el atrevimiento suicida de los políticos. Rousseau, que concebía la democracia como un gobierno directo del pueblo, abominaba de los políticos por esa insolencia y su afán de intervenir en todo. Tampoco eran bien vistos por los ilustrados españoles.  Para el ilustrado asturiano Agustín de Argüelles, los partidos políticos eran una auténtica desgracia. En su ofensiva contra esta casta de aprovechados, utilizó la misma dureza y los mismos términos que utilizaría Franco un siglo después.

A Felipe González y a Alfonso Guerra les molestaba enormemente esta doctrina de la ilustración que propugnaba la separación de poderes. Eso de desperdigar el poder e incluso el compartirlo, enfurecía terriblemente a la izquierda española. De ahí que busquen con verdadero ahínco,  burlar esa separación de poderes e invadirlos impúdicamente todos. Para eso, nada mejor que dar muerte a Montesquieu que es lo que hicieron González y Guerra promulgando la Ley Orgánica del Poder Judicial del año 1.985. Con esta Ley, todos los poderes quedan sometidos al poder Ejecutivo. Así las cosas, no es de extrañar que Alfonso Guerra anunciara solemnemente que Montesquieu había muerto.

Es cierto que han venido detrás otros partidos políticos, de signo contrario, que llevaban en sus programas electorales la promesa de acabar terminantemente con esa simbiosis nefasta entre los tres poderes.  Pero como “las promesas electorales son para incumplirlas”, tal como dijo el inefable Tierno Galván, todo sigue lamentablemente igual. Como mucho, se han efectuado algunos cambios cosméticos, pero nada más. Así que el poder Legislativo y el Judicial continúan claramente mediatizados por el poder Ejecutivo.

Son plenamente conscientes de su ñoñez intelectual, de su manifiesta incompetencia. Y como siempre pasa, las mediocridades se unen y se defienden mutuamente para no desaparecer,  y continuar viviendo, cada vez mejor, del presupuesto público. Buena prueba de ello es el lamentable espectáculo que nos dan al comienzo de casi todas las legislaturas, aprobando por unanimidad de todos los partidos nuevas prebendas, mayores  privilegios e incluso mejoras sustanciales de honorarios.

Y al igual que esta casta golfa cierra filas desvergonzadamente para aumentar sus ya desmesuradas prerrogativas, también hace lo propio para rechazar cualquier eventualidad que quiera recortárselas.  No hace mucho se presentó en el Congreso una iniciativa popular, solicitando algo muy lógico: que los políticos dejen de cobrar del Estado cuando terminen su mandato, pasando a ser como los demás ciudadanos del lugar, sin privilegios ni canonjías. Esta proposición ni siquiera fue admitida a trámite. En realidad, no podíamos esperar menos de nuestros políticos. Así es como estos esforzados gestores de de nuestro dinero se aprietan el cinturón y se solidarizan con los que les hemos elegido.

Que esta chusma de vividores trata de ser incombustible y que aspira a perpetuarse en la función pública, es algo meridianamente claro. Y de esa actitud tan egoísta tenemos mucha culpa los ciudadanos, los que les hemos ido dando cuerda con nuestros votos y con nuestra indiferencia. No somos inocentes ya que hemos colaborado tontamente en la proliferación de semejantes monstruos. Ellos han sabido aprovecharse de nuestra desgana, de nuestra abulia política y, en consecuencia, han multiplicado considerablemente los comederos estatales y autonómicos. Les hemos permitido diversificar normativas y leyes, y como se han acostumbrado desde bien jovencitos a mamar de todo lo que da leche, tratan de hacerse fuertes y prácticamente imprescindibles para no perder el chollo.

Tenemos un ejemplo muy claro durante estos últimos ocho años. Un atentado, aún sin esclarecer debidamente, dio el triunfo electoral a un devaluado PSOE en el que sentaban  cátedra lo más granado de esa casta política, toda una serie de personajes inmaduros que llegaron a la política siendo unos niñatos y que, sin la debida preparación,  terminaron ejerciendo un  liderazgo que les venía demasiado grande. Ahí estaba, por ejemplo,  el mayor iluminado de la historia José Luis Rodríguez Zapatero, para quien gobernar es simplemente mandar sin escuchar a nadie y sin preocuparse de las consecuencias que puedan derivarse de sus actos. También nos encontramos con  José Blanco, Bibiana Aido, Leire Pajín, el patético Tomás Gómez y algunos más por el estilo. Y esta camarilla de ineptos eran los encargados de marcarnos el camino a seguir y los que regían nuestros destinos. Así nos fue, perdimos el norte y nos hundimos  para mucho tiempo en la más absoluta miseria. Estos eran del PSOE, pero ejemplares semejantes abundan hoy día en todos los partidos. Así que ¡Dios nos coja confesados!

Gijón, 20 de noviembre de 2012

José Luis Valladares Fernández

viernes, 9 de noviembre de 2012

IV.- LAS GUERRAS CARLISTAS EN CATALUÑA


Tras la derrota sin paliativos del ejército napoleónico y su salida definitiva de España, ocupó el trono Fernando VII, el Deseado o, también, el Rey Felón. Durante su reinado se enfrentó violentamente con los liberales por su intento de restaurar el absolutismo, lo que al final logró gracias a la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1.823. Pero el verdadero problema, en forma de conflicto bélico, surgió en 1833. Estamos hablando  de la Primera Guerra Carlista, que se prolongó hasta 1840. Se trata de una auténtica guerra civil, que tuvo una incidencia importante en el País Vasco y en Navarra, pero que sería especialmente virulenta en Cataluña.

A la muerte del  Rey Felón, es proclamada reina su hija de corta edad, con el nombre de Isabel II,  y se encarga de la regencia su madre, la reina viuda María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Pero el infante Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII,  no pierde el tiempo y lanza inmediatamente el llamado Manifiesto de Abrante, donde rechaza a la nueva reina y expresa con toda claridad su voluntad de recuperar la Corona. Este nombra a Joaquín Abarca como ministro universal y busca la manera de que el ejército y las autoridades se sumen a su causa, aunque con muy poco éxito.

Fue en el País Vasco y en Navarra donde más eco tuvo este requerimiento, donde se le reconoció como rey, a las primeras de cambio, con el nombre de Carlos V. Este éxito inicial de los llamados carlistas, quizás se deba al notable influjo del clero en la sociedad y hasta en las instituciones de estas tierras de España. Pero fueron perdiendo fuelle ante el empuje de los isabelinos que, con la inestimable ayuda del Reino Unido, Portugal y Francia, recuperaron rápidamente la iniciativa en la guerra.

Los catalanes vieron en esta nueva pugna sucesoria la posibilidad real de recuperar sus derechos forales, perdidos por su enfrentamiento con Felipe V en la llamada Guerra de Sucesión. Pero se equivocaron una vez más al apostar por el infante Carlos. Los carlistas en Cataluña estaban muy desorganizados y actuaban descoordinadamente en sus enfrentamientos con los isabelinos o liberales. Más que un ejército, se trataba de un determinado número de guerrillas no identificadas que operaban sin organización alguna y cada una por su cuenta.

Para enfrentarse con ciertas garantías en Cataluña a los seguidores de  Isabel II, era necesario organizar debidamente a todas estas partidas de guerrilleros. Con tal motivo, el mando carlista reúne un contingente de 2.700 hombres, reclutado entre los batallones  más experimentados que actuaban  en el frente Norte, y  lo envía a Cataluña al mando del general Juan Antonio Guergué. Esta expedición parte de Estella en agosto de 1835, atraviesa Navarra, Huesca y Lérida y llega, sin muchos contratiempos,  a Gerona, donde fracasa en su intento de tomar Olot. En su camino hacia Cataluña, se fueron uniendo a esta expedición muchos voluntarios carlistas.

Ya en tierras catalanas, este militar navarro comienza inmediatamente a organizar y a estructurar los efectivos que operaban deslavazadamente en esta zona. Una vez que consigue reunir una fuerza numerosa, decide regresar a Navarra, cosa que hace el 22 de noviembre de 1835. El contingente carlista, a la marcha del general Guergué, pasa por varias manos, cosechando muchas derrotas. Tan solo lograron conquistar momentáneamente Solsona y posteriormente Berga, pasando a ser esta población la capital del carlismo catalán.

En julio de 1838, se hace cargo del mando del ejército carlista de Cataluña el general Carlos de España. Este militar francés, que llevaba al servicio de España desde 1791, trató de modernizar convenientemente estas tropas. Pero cometió el error de querer integrar en las mismas a los sectores más radicalizados del carlismo. Esta iniciativa molestó enormemente a la oficialidad carlista, siendo finalmente cesado a requerimiento de estos. Poco tiempo después, el día 2 de febrero de 1839, fue asesinado por su propia escolta, por lo que parece, a instancias de los mismos jefes del carlismo catalán, que les había parecido muy poco su cese.

De todas maneras, las fuerzas carlistas estaban perdiendo fuelle de una manera evidente. Sus éxitos iniciales, sobre todo en Navarra y el País Vasco, dieron paso a una continuada serie de fracasos militares. Los partidarios de Isabel II llevaban la iniciativa de la guerra en todos los frentes. Esto obligó al general de los carlistas en el norte de España, el general Rafael Maroto,  a firmar la paz el 29 de agosto de 1839 con el general Espartero. Hecho que confirman dos días más tarde ante las tropas de ambos bandos con el famoso Abrazo de Vergara.

Aunque los carlistas tenían prácticamente perdida la guerra en toda España, el general Ramón Cabrera consideró que ese acuerdo de paz con Espartero, era una traición manifiesta de Rafael Maroto. Se negó tajantemente a aceptar semejante acuerdo  y, desde el Maestrazgo, continuó enfrentándose a Espartero. Cuando en mayo de 1840 lo derrotan las tropas de Espartero en Morella, Cabrera huye hacia Cataluña,  llevando consigo la mayor parte de los restos del ejército carlista del norte. Quiso resistir en Cataluña, pero ante el constante acoso del ejército isabelino, en julio de 1840 cruza la frontera francesa con las últimas tropas carlistas que le seguían, poniendo así fin a la Primera Guerra Carlista.

El triunfo de los partidarios de Isabel II sobre los que se decantaron por el infante Carlos María Isidro de Borbón aceleró  en España la revolución burguesa y, con ésta, la revolución industrial. Fue precisamente en Cataluña donde la industrialización cobró mucha más fuerza que en el resto de España. No es, pues, de extrañar que se disparara el aumento de la población catalana y que surgiera una nueva clase social, el proletariado. Y como es natural, al crecer la población en mayor proporción que los recursos materiales, aparecen irremediablemente las tensiones sociales. 

En Cataluña, de una sociedad tradicional fuertemente arraigada se pasa a otra, derivada de las nuevas relaciones que impone la producción capitalista. Y esto da lugar a toda una serie de conflictos, que complican necesariamente la convivencia y la paz social. Es el caso de los campesinos que se vieron afectados por la desamortización y por la apropiación de los comunales por parte de la burguesía. Pasó lo mismo con los artesanos que vieron cómo se iban arruinando progresivamente al no poder competir con la industria que manufacturaba las mismas mercancías.

Si a esto añadimos la crisis económica  de 1846-1847 que afectó gravemente a toda España, pero de una manera muy especial a Cataluña por razones obvias, tenemos todos los elementos para la creación de una situación enormemente explosiva que, entre otras cosas,  dio pie a que se produjera un notable auge del republicanismo. El descontento fue creciendo tanto, que desembocó, en octubre de 1846, en el levantamiento de los matiners”, levantamiento que desembocaría en la Segunda Guerra Carlista. En realidad se trataba de pequeñas partidas de guerrilleros que atacaban fundamentalmente a funcionarios y a unidades militares.

Defendían esta vez los derechos al trono de España de Carlos Luis de Borbón,  hijo del anterior aspirante Carlos María Isidro de Borbón y de María Francisca de Braganza. El levantamiento este de Cataluña, apoyando otra vez  la causa carlista, fue imitado inmediatamente en Guipúzcoa, Navarra, Burgos y Aragón. Pero fuera de Cataluña, los partidarios del que habría de ser Carlos VI fracasaron estrepitosamente. En tierras catalanas, en cambio,  ofrecieron una mayor resistencia, ya que, por indicación del aspirante Carlos, Cabrera dejó su exilio,  regresó furtivamente a Cataluña y se puso al frente de los insurrectos. Logró reunir un pequeño ejército de no más de 10.000 hombres, al que organizó convenientemente para hacerle más efectivo, y que dio muchos quebraderos de cabeza a las fuerzas de Isabel II.

El Gobierno de Madrid, para acallar la revuelta, envió a Cataluña un ejército de 70.000 hombres. A pesar de la enorme superioridad numérica de estos, Cabrera y sus lugartenientes les infringieron algunas derrotas sonadas. En vista de las dificultades para reprimir el levantamiento, los generales isabelinos optaron por el soborno. De este modo lograron la compra de algunos jefes carlistas, lo que fue determinante para minar primero la moral de las tropas mandadas por Cabrera y para vencerlas más fácilmente después. El desastre para el carlismo llegó con la detención en abril de 1849 del pretendiente Carlos Luis cuando pretendía entrar en España por la frontera francesa. Cabrera y sus gentes  se vieron obligados a huir a Francia, poniendo así fin a la Segunda Guerra Carlista.

Pero a pesar del monumental fracaso cosechados por los dos anteriores pretendientes, en 1868 lo intenta una vez más un nuevo aspirante a ceñir la corona de España. Se trata de Carlos María de Borbón y Austria-Este, nieto  de Carlos María Isidro de Borbón, el hermano de Fernando VII.  Ahora Carlos María de Borbón, que adoptó el  nombre de Carlos VII, no tenia ya enfrente al ejército de Isabel II, que había tenido que abandonar España como consecuencia de la Revolución de 1868. Las huestes del pretendido Carlos VII guerrearon, en primer lugar contra los Gobiernos de Amadeo I, después contra la Primera República y, finalmente, contra el rey Alfonso XII.

La fecha prevista por Carlos María de Borbón para iniciar la Tercera Guerra Carlista era el 21 de abril de 1872. Y el alzamiento debía realizarse “en toda España, al grito de ¡Abajo el extranjero! ¡Viva España!", tal como rezaba la orden dada desde Ginebra por el nuevo pretendiente. Pero el general Joan Castells adelantó los acontecimientos al levantarse en Barcelona la noche del 7 al 8 de abril de ese mismo año. Pero Castells se quedó prácticamente solo, ya que en un principio no contaba nada más que con 70 hombres.

Esta nueva contienda tuvo una mayor incidencia en las  provincias Vascongadas y en Navarra. En Valencia, Aragón y Andalucía el levantamiento fue meramente testimonial. En Cataluña, se formaron partidas guerrilleras en casi todas las comarcas, pero sin llegar a contar con una estructura militar común. Eso sí, luchaban por España entera y no solo por Cataluña. Con la ocupación de Olot y de Seo de Urgel por parte de las tropas gubernamentales, el 19 de noviembre  de 1875 se pone fin a la guerra en Cataluña. En el norte, los carlistas resistieron hasta el 28 de febrero de 1876.

Gijón, 26 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández

viernes, 2 de noviembre de 2012

III.- LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN CATALUÑA


Y la historia sigue y ésta es muy distinta de lo que se enseña en los colegios catalanes. Cataluña nunca fue una Nación independiente, ni antes, ni después de la cacareada fecha de 1.714. Fue éste un territorio colonizado, como toda la península, por diferentes culturas, en especial la griega y la cartaginesa, que influyeron decisivamente en la formación de la cultura ibérica. Llegarían más tarde los romanos y darían un nuevo aire a nuestra cultura con la inevitable romanización. Y como en los demás pueblos de España,  también allí echaron raíces los musulmanes.

Desde que adquirieron conciencia de pueblo con la creación de la Marca Hispánica por el imperio carolingio, los catalanes siempre fueron vasallos de los francos o de la Corona de Aragón. Después de la unión de los reinos de Castilla y Aragón, los catalanes continuaron siendo parte integrante  de España o de Francia. Ese Estado independiente catalán que duró 700 años, no es más que un invento torpe de esos  separatistas irredentos que tanto daño están haciendo a Cataluña.

En la Guerra de Sucesión, que terminó en 1714 con la victoria de los partidarios de Felipe V sobre el archiduque Carlos de Austria, los catalanes luchaban contra Francia y, a la vez que sus intereses particulares, trataban heroicamente de preservar la independencia de España. Como volvieron a hacerlo en 1808 durante la Guerra de la Independencia tras la ocupación de España por las tropas napoleónicas.

El 2 de mayo de 1808, el pueblo de Madrid se echa a la calle y planta cara a las tropas napoleónicas. Los demás pueblos de España, siguiendo el ejemplo del madrileño, se rebelan contra la ocupación francesa. Las gentes de Cataluña escriben una historia gloriosa en la Batalla del Bruch, rechazando por dos veces el paso de soldados franceses por allí y ocasionándoles cuantiosas pérdidas. Cabe destacar también el comportamiento heroico  y asombroso de los habitantes de Gerona, asediados por tres veces por la Grande Armée napoleónica.

Mantener el dominio de Gerona era vital para los franceses y pensaban que no sería muy difícil sofocar la sublevación de aquellas gentes. Se trataba de una ciudad mu pequeña, con no más de 10.000 habitantes y con una guarnición de no más de 300 soldados. Pero la  Junta General, recientemente constituida, organizó con toda celeridad dos tercios de miqueletes, milicias populares como los somatenes. Un corto número de marineros, llegados de Sant Feliu de Guixols, se ocupó de las pocas piezas de artillería disponibles.

Fue el 20 de de junio de 1808 cuando el general Philibert-Guillaume Duhesme se presenta en Gerona al mando de 5.000 hombres y con una dotación artillera de ocho cañones. Pide a los defensores de Gerona que se rindan y que entreguen la plaza. Ante la respuesta negativa de los gerundenses, Duhesme inicia el asalto a la ciudad fracasando estrepitosamente. Lo intenta otras dos veces más con el mismo resultado. En vista de su fracaso, se retira y decide volver a Barcelona para allegar más refuerzos. En el camino de vuelta es duramente hostigado por partidas de somatenes y soldados, infligiéndole numerosas bajas.  

Los franceses volvieron a la carga exactamente un mes después. Esta vez el general Duhesme, con más soldados y más cañones que la vez anterior, plantea un asedio a la ciudad en toda regla. Pero la Junta General, que no se había dormido durante ese mes de tregua, había preparado convenientemente la defensa de la ciudad. A las fuerzas que aguantaron el primer embate francés, se unieron ahora otros tres batallones españoles y se formaron nuevas columnas de somatenes. Todos los defensores disponibles se emplearon con arrojo y valentía, frustrando una vez más el intento de las tropas francesas de tomar la ciudad. Ante la imposibilidad manifiesta de dominar a los aguerridos defensores de Gerona, después de un mes de asedio, el ejército francés decide retirarse otra vez, pero ahora con bajas mucho más numerosas.

Es el 6 de mayo de 1809 cuando las tropas napoleónicas inician el tercero y definitivo asedio. Lanzan un furibundo ataque contra la ciudad para terminar de una vez con su resistencia heroica. No lo van a tener tan fácil como piensan y eso que suman un total de 18.000 hombres, mientras que sus oponentes  no cuentan nada más que con 5.600 efectivos, al frente de los cuales, eso sí, estaba ahora el experimentado general Mariano Álvarez de Castro, granadino por más señas y con claras raíces sorianas. Y este pequeño ejército, ayudado por todos los gerundenses, ni se intimida ni se arredra ante el panorama que se le presenta, y su gesta será una de las más memorables de la Guerra de la Independencia, llevada a cabo por el pueblo español.

Aunque el ejército francés bombardea incesantemente la ciudad desde sus alrededores, los sitiados no se amedrentan y resisten valientemente a pesar de la brutalidad empleada ahora por las tropas napoleónicas. Los fracasos anteriores sufridos en esta plaza y las dificultades crecientes que encuentran en el resto de pueblos españoles hacen que sus acciones sean mucho más crueles y feroces. Pero Gerona, a pesar de todo, resiste y no cae. El general Álvarez de Castro crea la cruzada Gerundense, constituida por ocho compañías. Cada oficio tenía su propia compañía, incluidos los clérigos y los estudiantes. Todos los residentes, fueran estos hombres, mujeres o niños, intervenían valerosamente en la defensa de la ciudad.

Después de cuatro meses de constante asedio y brutales ataques artilleros, cuando ya las murallas mostraban enormes brechas, las fuerzas de Napoleón entran en tromba por ellas para acabar de una vez con aquella incomprensible resistencia. Se combate cuerpo a cuerpo sin descanso y de nuevo, a base de fiereza y pundonor, los gerundenses logran detener el asalto. Los franceses no daban crédito a lo que estaban viendo y, como siempre salían malparados en sus enfrentamientos directos con los defensores, cambian de estrategia y reducen todos sus esfuerzos a mantener el cerco y a abatir con sus piezas artilleras lo poco que queda en pie dentro de la ciudad. Y esperan a que el hambre y la sed lo que doblegue, por fin a aquellos intrépidos y valientes defensores.

Llevaban ya siete meses defendiendo denodadamente la ciudad. Aunque las murallas estaban rotas, allí seguía ondeando la bandera de España, mostrando a los franceses la españolidad y la voluntad indomable de los gerundenses. Pero dentro de la ciudad, no quedaba nada en pie. Los edificios estaban derruidos, estaban en pleno invierno y los supervivientes no tenían donde guarecerse. No les quedaban víveres ni medicamentos y al hambre se unió  otro nuevo aliado de los sitiadores: la enfermedad.

Lo que no lograron los soldados de Napoleón, se consiguió con el hambre, las epidemias y el frio. Pero para llegar hasta aquí, los franceses tuvieron que pagar también un alto tributo bélico, ya que durante el asedio perdieron gran cantidad de hombres  y de medios. Después de siete meses de enconada lucha, las gentes de Gerona habían llegado ya al límite de sus fuerzas. Así que el día 10 de diciembre de 1809, por la noche, deciden rendirse. Los vencedores se apoderaron de la plaza estratégica, asegurándose así una vía de comunicación con Francia. No contentos con esto, Cataluña es incorporada en 1812 al imperio francés y dividida en departamentos como la misma Francia.

Gracias a la alianza con Inglaterra, España pudo irse liberando poco a poco de la ocupación francesa. El éxito de esta alianza, comandada por Arthur Wellesley, el después famoso duque  de Wellington, comenzó a fraguarse en 1812 en la Batalla de Arapiles. Aquí fue donde la estrella de Napoleón comenzó a eclipsarse. Las sucesivas derrotas y la necesidad de allegar tropas para su guerra contra Rusia, le obligan a firmar el Tratado de Valençay a finales de 1813, reconociendo nuevamente a Fernando VII como rey de España.  Pero tendría que pasar más de un año para que Cataluña, que entonces pertenecía al Imperio, quedase totalmente liberada de los franceses.

Como consecuencia de una serie continuada de derrotas, Napoleón abdica el 6 de abril de 1814, regresando Luis XVIII al trono de la Corona de Francia. Poco tiempo después,  el mariscal francés Louis Gabriel Suchet y el general británico Wellington firman un armisticio que es determinante para que Cataluña vuelva a la Corona española y los franceses abandonen definitivamente Barcelona y el resto de poblaciones catalanas. Y Gerona, por derecho propio, pasara desde entonces a ocupar un lugar de privilegio en la historia de España por su abnegación y por su acendrado patriotismo.

Gijón, 16 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández