Con la llegada de José Luis
Rodríguez Zapatero a la Secretaria General del PSOE, la estrella de este
partido centenario comenzó a mitigar su rutilante esplendor. Y se apagó totalmente
cuando este errático personaje llegó a La Moncloa, a bordo de un tren
despanzurrado. Es evidente que Zapatero llegó a la Presidencia del Gobierno sin
saber lo que realmente es y lo que representa España y sin ningún proyecto
coherente para dirigir con cordura el destino de los españoles. De ahí que todos
sus actos estuvieran siempre marcados por la improvisación del momento o por
alguna de sus ocasionales y peregrinas ocurrencias.
No es de extrañar que, durante su
mandato, casi todas sus actuaciones políticas acabaran inevitablemente en un
sonado fracaso. Y el desastre era aún mucho mayor, si se trataba de cuestiones
económicas. A Rodríguez Zapatero, al menos mientras fue presidente del Gobierno,
todo le salía mal y destrozaba todo lo que tocaba. Se parecía en todo al
profesor Saturnino Bacterio, aquel famoso personaje del comic creado por
Francisco Ibáñez, que daba disgustos monumentales a Mortadelo y a Filemón con sus inventos.
Para empezar, tenemos una
Administración Pública mastodóntica, con una carga burocrática asfixiante e
insostenible que nos impide competir con los diferentes países de nuestro
entorno, hasta en circunstancias completamente normales. Y la situación se
agrava considerablemente, si tenemos que
hacer frente a una crisis económica, como la que aún estamos padeciendo. Esta
crisis económica, es verdad, se gestó en Estados Unidos, con la bancarrota, en
agosto de 2007, del banco de inversiones Lehman Brothers y la aseguradora AIG.
Pero no tardó mucho en dar el salto al resto de países, incluidos, claro está, los europeos.
La recesión provocada por esta
crisis económica no llega a España hasta bien entrado el cuarto trimestre de
2008, unos meses más tarde que a los demás países de Europa. Pero, eso sí, en ningún otro sitio de la
eurozona fue tan perjudicial y dañina
como en España. Y todo porque Zapatero,
aconsejado quizás por algún economista de vía estrecha, quiso paliar los
efectos de la crisis, con las medidas anticrisis que aplica habitualmente la
corriente keynesiana: aumento indiscriminado del gasto, expansión del crédito
y, por supuesto con subvenciones a gogó.
Como era de esperar, el desastre
económico adquirió, en muy poco tiempo, proporciones escandalosas. Comenzaron a
disminuir ostensiblemente los ingresos públicos y, como los gastos continuaron creciendo
sin control alguno, se disparó el déficit y la deuda pública alcanzó
rápidamente cotas insoportables. Esto, como es lógico, ahuyentó a los
inversores y desaparecieron, sin más, los posibles prestamistas.