En las elecciones generales, que se celebraron en
España el pasado 20 de diciembre, ganó claramente el Partido Popular, aunque
quedó demasiado lejos de la mayoría que
necesita para poder formar Gobierno. El Parlamento estaba tan atomizado, que
ningún grupo político contaba con apoyos suficientes para constituir un
Ejecutivo con ciertas garantías de éxito. Y como finalizó el plazo sin que
apareciera alguna fórmula o propuesta seria, que sirviera para garantizar la
gobernabilidad, se disolvieron las Cortes y se convocaron oficialmente nuevas
elecciones.
Esa especie de ‘segunda vuelta’ electoral se celebró
el pasado 26 de junio. Mientras que los demás partidos fueron castigados en las
urnas, el Partido Popular mejoró sensiblemente el resultado, tanto en votos
como en escaños. Pero aún está muy lejos de la mayoría que necesita para la
formación de un Gobierno estable. Y si el PSOE, como parece, se obstina en
mantener hasta el final sus líneas rojas contra Mariano Rajoy, bloqueará
inevitablemente cualquier posibilidad de contar con el Ejecutivo que necesita España y estaríamos abocados a unas terceras elecciones. Esta segunda
convocatoria electoral, en consecuencia, no habría servido nada más que para
conocer mejor a las huestes podemitas.
Las gentes de Podemos ocultaban celosamente su
verdadera identidad bajo los más diversos caparazones. Los días pares, se
disfrazan de progresistas, mientras que los impares, suelen asumir el papel de
socialdemócratas consumados. Hay días que, por la mañana, se levantan siendo
progresistas o simplemente socialistas y, por la tarde, se revisten con el ropaje ideológico del
liberalismo más auténtico.
Hasta ahora, la suerte no ha hecho más que sonreír a
esta formación política. Los platós de televisión contribuyeron decisivamente
para que estos impresentables charlatanes mesiánicos se presenten como
auténticos regeneradores de la vida pública y para que ejerzan descaradamente
de libertadores de los pobres, de los desarrapados y menesterosos y se
conviertan aparentemente en defensores acérrimos de toda esa ‘gran masa de
descontentos’, generada por la última crisis económica. Y esto ha sido
determinante para que su líder máximo, Pablo Iglesias Turrión, se comporte como
un perdonavidas prepotente y altanero, dispuesto a domesticarnos y, ¡ahí es
nada!, a rescatarnos altruistamente de la tradicional casta política.