Cuando José Luis Rodríguez Zapatero aterrizó en La
Moncloa, ya no se hablaba de la República, ni de nuestra trágica Guerra Civil. Estos
temas, aunque están en la Historia de España, carecen afortunadamente de
actualidad. Y todo, porque hace ya muchos años que dejaron de existir aquellos
bandos irreconciliables que se odiaban a muerte y que, en la década de 1930, se
mataban entre sí sin contemplación alguna. En esa fecha, marzo de 2004, habían
desaparecido prácticamente los escarnios y exabruptos políticos. En realidad,
ya no se tildaba a nadie de facha, nazi o rojo, pensara como pensara.
Es cierto que, para completar satisfactoriamente el
proceso de nuestra transición política a la democracia, tuvimos que superar
complicaciones muy graves. Los líderes de los partidos políticos de la
oposición y de las fuerzas sociales que actuaban en España de manera más o menos
legal o un poco en la sombra, defendían abiertamente y sin complejos la ruptura democrática. Pero al final, se
impuso la cordura y comenzaron a negociar con el Gobierno. Y como era de
esperar, cediendo todos ellos parte de sus exigencias, no tardaron en ponerse
de acuerdo, instaurando así nuestra ejemplar restauración democrática.
Con la famosa restauración democrática, comenzó a
cambiar rápidamente el temple y la idiosincrasia de los españoles. Los que
antes eran enemigos que se odiaban a muerte, comenzaron a civilizarse y, mira
por dónde, terminaron siendo simples adversarios políticos. Y en vez de seguir
odiándose, como en tiempos de la República y durante los primeros años de la
postguerra, comenzaron a respetarse mutuamente, y hasta fueron capaces de
colaborar juntos y firmar acuerdos tan transcendentales, como los Pactos de la Moncloa, remediando así
situaciones económicas verdaderamente complicadas.
El 11 de marzo de 2004 , cuando empezaba a
alborear el día, los madrileños se despiertan
entre un mar de gritos y un continuo ulular de sirenas, retransmitidas constantemente
por todas las emisoras de radio y de televisión. El despanzurramiento con
explosivos de cuatro trenes de cercanías, en esa hora punta de la mañana, dejó
193 personas muertas y 1.858 heridas. Este suceso, el más grave que han tenido
que soportar los españoles, sumió a Madrid en el desconcierto más absoluto y, por
supuesto, hizo que España entera enmudeciera ante un número tan elevado de
víctimas.
Los efectos de dicha masacre fueron tan
terroríficos, que España quedó totalmente conmocionada y sin posibilidad alguna
de reaccionar a tiempo para no votar condicionados por tan terrible tragedia,
en las elecciones generales del 14 de ese mismo mes de marzo. Y esto, claro
está, influyó decisivamente en el resultado final, que no tenía nada que ver con
la situación política del momento y mucho menos con lo que auguraban todas las
encuestas.
Votar en esas condiciones, estando España dominada
por el miedo e impactada por la muerte violenta de tantas personas inocentes, tenía
que terminar necesariamente como el Rosario de la Aurora. Es verdad que, en
este caso concreto, no hubo farolazos, pero fue aupado a la Presidencia del
Gobierno un personaje tan gris y tan lleno de carencias como José Luis
Rodríguez Zapatero. Y todo porque, de aquella, ocupaba ocasionalmente la
Secretaria General del PSOE, a la que había llegado por descarte, o de chiripa
si se quiere, para frustrar así el desembarco de José Bono en la sede de
Ferraz.